El papa Francisco llegó a Brasil con la firme intención de generar cambios y mejoras en el país demográficamente más católico del mundo. Colombia es el sexto en el listado. Sin embargo, aún no es claro si la misión del pontífice en América Latina podrá surtir algún efecto luego de los escándalos y la bronca que durante la más reciente década ha crecido ante el proceder de la Iglesia de Roma. Todo esto depende de la lectura de cada quién y de los ojos y el ángulo con los que se desee ver la realidad.
Las Jornadas Mundiales de la Juventud que comenzaron esta semana en Río de Janeiro (Brasil) alejarán presencialmente a Bergoglio de un drama de estilo televisivo en el que el Consejo Administrativo del Vaticano es protagonista. Solamente ver el escándalo que publicó el semanario italiano L’Espresso sobre monseñor Battista Ricca y sus nexos con Uruguay. Sin embargo, los hechos no se conocen a ciencia cierta y lo más prudente es esperar su desarrollo.
Pero es la filosofía de Francisco por la verdad y franqueza la que le permite retomar la popularidad que se malgastó por los escritos ultraconservadores del ahora papa emérito Benedicto XVI. Su predicación de la humildad y la modestia han recabado y accedido ampliamente en el pensamiento latinoamericano, que muchos años le criticó ostentosos lujos al Vaticano, donde, sencillamente, se predicaba, pero no se aplicaba.
Francamente, los papados a través de los años se han identificado por el secretismo y el encierro, muchas veces contradiciendo las propias ideas de una iglesia de la gente. Por ello, a Bergoglio se le califica de ser el papa de la gente, uno humilde, lejos de tantos privilegios que se le endilgan a muchos vigilantes de la obstinada burocracia eclesial.
Nunca he entendido por qué la Iglesia Católica mantiene en el abandono al continente que más le adora y le busca, una región con vastos problemas sociales que necesita una plegaria al cielo para que finalmente sean atendidos por sus gobernantes.
Por lo pronto la banca del papa lo mantiene en un lugar seguro, en el desafío de cambiar el prospecto a lecciones religiosas arcaicas y que necesitan mayor reunión y menor presunción y exclusión.
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De otro lado, alguien una vez consideró a Detroit (EE.UU.) la París del oeste (francamente no le veo parecido alguno arquitectónico, pero los que saben me contradecirán) y fue la ciudad que a mediados del siglo XX simbolizó el brazo económico de Estados Unidos por su poderosa industria automotriz y por los desarrollos que grandes empresas y compañías de servicios dieron a esta urbe, ahora afligida por la delincuencia y la bancarrota.
Una ciudad que otrora albergó casi dos millones de habitantes, ahora no más tiene un censo de 700 mil, como muestra de la precipitosa caída de una localidad entregada a un sector económico que hace un par de lustros la traicionó por las egoístas y mentirosas movidas económicas de sus dirigentes. El panorama es sombrío y pavoroso; edificios abandonados, delincuencia por doquier y corrupción la convirtieron en la segunda ciudad más peligrosa de Estados Unidos. Parecen caídos en desgracia.
La noticia la semana anterior fue que Detroit tuvo que aplicar al Capítulo Noveno de la Ley de Bancarrota de Estados Unidos, con el ánimo de acceder a una reestructuración financiera para buscar un fin a la cesación de pagos en el sector público y disminuir las huelgas que afectan a las pocas fábricas que aún quedan en esta ciudad de Michigan.
Muchos economistas y analistas estadounidenses se cuestionan si Detroit debe recibir un plan fiscal de rescate o de estímulo económico, tal como se hizo durante la era Bush y el principio de la administración Obama, con sectores financieros condenados a la quiebra y la insostenibilidad.
Algo muy natural sí se reconoció en esta situación: los proclamados líderes políticos de Michigan permanecen silentes y alejados del problema, en especial ahora que hay pausa legislativa por un fuerte verano. A Detroit la deuda la consumió, camino que asusta a muchos estadounidenses que ven a su país dirigirse por el mismo pasaje.
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