El espectáculo que nos ha brindado el Congreso en este final de legislatura ha sido triste. Da rabia que los congresistas hayan aprovechado la sombra de la finalización de un trabajo legislativo para colar todo tipo de normas inconvenientes para el país y de laxa aplicación para ellos. Una reforma a la Constitución no puede ser una piñata para bribones, pero así quedó convertida la enmienda de la Carta con la reforma a la justicia. El error se está enmendando, pero no hay certeza de todas las implicaciones que tuvo la azarosa conciliación del texto de reforma constitucional que se aprobó a las ligeras e irresponsablemente por las plenarias de ambas cámaras. Todos cayeron. Nadie, o muy pocos, quedaron al margen de este bochornoso episodio de nuestra política.
Este impasse deja en el ambiente la fragilidad de nuestra democracia representativa. La tendencia de los congresistas a caer fácilmente en tentación. La irresponsabilidad de unos cuentos maquinadores que aprovechan cualquier momento propicio para hacer de las suyas, para colocar por encima del interés general sus torcidas intenciones. Y la falta de cuidado de un Ejecutivo con reformas tan importantes como la de la Justicia, donde sencillamente se dejó solo a un ministro ingenuo en las garras de zorros de la politiquería.
Cuando se coloca sobre la mesa de discusión la legitimidad de una Constitución Política normalmente se plantean dos tipos de problemas ligados a las fuentes de legitimidad. De una parte, el relativo a la participación política, en el sentido que sea igualitaria por parte de todos los ciudadanos y ciudadanas. Lo que nos lleva al punto de la participación ciudadana en los procesos democráticos de elección de candidatos a las corporaciones públicas y en particular al Congreso. De otra parte, es la manera como se resuelven las divergencias de tipo político, es decir, que haya una manera razonable para argumentar en los foros públicos. Pues bien, en la primera fuente de legitimidad siempre tenemos mucho que ganar en nuestro medio. Pero con relación a la segunda, a la forma como se resuelven las divergencias, la conciliación torticera y realizada en la penumbra de la moral, pone en el centro de la discusión la manera no transparente como ocurren las cosas en el Congreso. Ello le restaría toda legitimidad. La discusión enmarcada en un proceso de argumentación es fundamental en el debate público. Si no se da, y es desplazada por los vulgares procesos de conciliación para proteger a bandidos, el valor del debate público se pierde por completo y con él se cae la legitimidad de la reforma constitucional.
La sociedad civil debe cada vez ser más exigente de cuidar su proceso democrático para irlo depurando de los congresistas que siguen pensando en su bienestar por encima de los intereses de toda la nación. Y por lo pronto sería oportuno hacer una gran comisión nacional que revise las ideas buenas que tenía la reforma a la Justicia y se busque un ambiente político favorable para un referéndum al respecto. La justicia requiere una reforma estructural y el Congreso ha demostrado su incapacidad ética para asumirla.
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