Luego de visitar la enorme necrópolis de Sillustani regresamos a Puno para seguir por la orilla del Lago Titicaca y visitar Juli, pequeña población que pertenece a la provincia de Chucuito y que está ubicada a 3.850 metros sobre el nivel del mar. Como hemos visto, todas las ciudades y poblaciones de esta parte del Perú que estamos visitando, se encuentran ubicadas sobre los 3.000 metros y algunas rebasan incluso los 4.000. Los habitantes llevan en sus rostros la innegable ‘marca’ de la altura, materializada en el color trigueño oscuro, fruto del sol que a estas alturas es más fuerte y quema la piel a causa de la levedad de la atmósfera. Juli es famosa por sus monumentales iglesias, que parecerán demasiadas para un pueblo tan pequeño y por ello es llamado “La pequeña Roma de América”. La existencia de estas iglesias es el primer reclamo turístico de Juli; hay otro, y son los cuatro cerros que dominan, que abrigan la ciudad y uno de los cuales, rico en manantiales que brotan de la roca, le da agua.
El más alto de los cerros y de difícil acceso se llama Pukará. El que le sigue en altura es el Ankarkollo o Cerro Sanbartolomé. Los fieles hacen allí una romería al santo. El tercer cerro es el Karakollo y el cuarto es el Sapparkollo, llamado también Cerro Solitario. La palabra kollo significa montaña y es de origen aymará, que es también, como etnia, el origen de los habitantes de Juli. El ascenso a los tres últimos cerros es fácil.
Los lugareños y mucha gente del contorno vienen a subir los cerros y a contemplar el Lago Titicaca desde sus cimas. Las ciudades o pueblos que se levantan cerca o en la base de montañas, pienso yo, son comunidades bendecidas por la naturaleza. En primer lugar porque las montañas abrigan a los pueblos; en segundo lugar porque suelen ser fuentes de agua; en tercer lugar porque adornan el paisaje; en cuarto lugar porque son atractivos turísticos y en quinto y destacadísimo lugar, porque invitan a los ciudadanos a caminar, a subir, a contemplar y todo ello redunda en salud y en alegría de vivir. ¿O no?
Quiero pensar por un momento, alejándome de Juli, del Titicaca y del Perú, en ciudades o pueblos de Colombia bendecidos por la naturaleza con el regalo de cerros tutelares.
Comencemos por la ciudad que tanto queremos, Manizales. Como todo mundo lo ignora, yo nací, a mucha honra, en Armenia, pero es tanto lo que hablo de Manizales que mucha gente cree que yo soy “indígena” de la ciudad de las Puertas Abiertas. Según entiendo indígena de un lugar es la persona nacida en ese lugar. No le quedan tan cerca sus cerros a Manizales, pero hay buena carretera hasta el Nevado del Ruiz, del Cisne y del Santa Isabel. Manizaleño que se respete ha debido subir por lo menos hasta la base del Ruiz, admirando de paso, el espectacular cráter de La Olleta. ¿Más ciudades con cerros? Bogotá está rebendecida (como dicen los que así hablan, que hablan muy mal, como gomelos y como gente sin cultura y por lo demás, bastante ignorantes). Muy bendecida (como dicen las personas que hablan bien) por sus Cerros Orientales, estos sí en las goteras, casi en las calles de la ciudad. El más famoso es el de Monserrate, con su popular camino recorrido por muchos turistas, atletas y peregrinos. El otro es el Cerro de El Cable, coronado por muchas antenas. Ciudad que envidio por sus cerros tutelares es Ipiales. Son varios, y los más destacados son el Volcán Cumbal y el Chiles; ambos sobrepasan los 4.500 metros de altura. Seguiremos con el engolosinante tema.
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