... y caímos en la emboscada mediática. Esta última palabreja se metió a caballo en el argot cotidiano como cualquier muletilla machacona, y adquirió vertiginosamente una inusitada celebridad, tanto que ya parece obligatorio utilizarla por cualquier pretexto y sin importar el contexto ni las circunstancias. Ahora, todo lo relacionado con la simple información, e, incluso, con la vida diaria, debe contar con la pincelada mediática para que valga la pena. Impacto mediático, influencia mediática, poder mediático, importancia mediática, en fin, esos son gajes -¿gases?- del oficio.
Pocas cosas se escapan de esta barahúnda empalagosa, pero lo grave es que existe un sinnúmero de actividades públicas que, por su naturaleza, requieren mantenerse al margen de lo mediático, es decir, aparte de la discusión abierta con el fin de evitar la divulgación de pormenores que suele entorpecer, de manera principal, el desarrollo de procesos o investigaciones del orden judicial, administrativo, económico o fiscal. En más de una ocasión, las filtraciones ponen en sobre aviso a la delincuencia común y de cuello blanco respecto a los avances de las pesquisas o indagaciones, para que puedan tomar sus previsiones -o provisiones-.
Lo que resulta más inquietante de esta tendencia es el contagio pernicioso que ahora envuelve a la administración judicial donde, aparte de los jueces, caben los titulares y funcionarios de organismos como procuraduría, contraloría, fiscalía y altas cortes. Hasta hace un tiempo los fallos de la rama jurisdiccional se expresaban rigurosamente a través de las sentencias; hoy por hoy, y gracias a la ansiedad de micrófono y a la orgía de la imagen, se hacen a los cuatro vientos, a todo pecho. En muchas ocasiones los implicados reciben las notificaciones, a favor o en contra, a través de la prensa. Así, lo mediático desborda lo ortodoxo, porque, al parecer, en episodios de este género, el fin -la figuración- justifica los medios.
Obviamente que la ligereza que advertimos en el tratamiento de asuntos reservados al ámbito legal, requieren el soporte de canales que amplifiquen las infidencias de turno, con el propósito de garantizar ese sensacionalismo tan anhelado en ambos lados de la baranda judicial. Por lo tanto, se le da rienda suelta a una especie de episodios ‘detrás de cámaras’, un recurso publicitario encargado de darle más trascendencia a la forma que al fondo, con la idea obsesiva de develar las minucias o confidencias íntimas que rodean los procedimientos rutinarios de los desbordados casos de carácter penal que pueblan este país de ventajosos. De adehala, los abogados de las causas promueven sin reato la justicia-espectáculo.
Dentro de esas ‘versiones libres’ para televisión y otros medios de difusión masiva, señalemos los procesos más sonados a la fecha: el de una ingenua exreina de belleza en trance de inútil agricultora, los escalofriantes detalles del crimen de un estudiante uniandino guajiro y la novela macabra cargada de suspicacia y perversidad alrededor de un exdiputado del Valle.
El que no sabe callar es indigno de gobernar, dijo algún pensador hace varios siglos. Sin embargo, los tiempos cambian, y en la galopante actualidad se imponen otras prioridades y, por eso, los medios de comunicación se han transformado en tribunales ambulatorios, que imparten justicia con asombrosa inmediatez, llevándose de calle el debido proceso y la presunción de inocencia, conceptos que dictan no solo las normas proverbiales de la jurisprudencia, sino también el sentido común, la prudencia o la caridad cristiana, para decirlo en lenguaje piadoso y coloquial.
Tenemos, entonces, demasiada injerencia y excesivo protagonismo de los medios de comunicación frente al acontecer judicial, que si bien es cierto se necesita su veeduría, resulta inaceptable que, por efecto del frenesí de las ‘exclusivas’, se transformen en agentes que imparten justicia sin fórmula de juicio, mediante libretos fríamente elaborados para poner en la picota pública a quienes no son de su agrado o conveniencia: de allí, que se salten deliberadamente la baranda. En últimas, el exceso de libertad de prensa resulta nocivo para la salud de la convivencia y de la cumplida justicia.
Qué hay en un nombre. El inolvidable escritor Antonio Panesso Robledo, recientemente fallecido, institucionalizó con la frase anterior las apostillas de cierre en sus columnas periodísticas, para desentrañar en los nombres propios significados curiosos o irónicas coincidencias. Así, por ejemplo, en el caso de Sigifredo López, Montealegre es el fiscal que lo tiene empapelado; Montenegro, el abogado que lo defiende. Esperemos que el desenlace sea alegre y no tan negro, tanto en sentido literal como figurado.
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