Lo lamentablemente acaecido en la Comisión de conciliación y aprobado sin reparos por el Congreso de la República a lo que constituía el último y definitivo peldaño para convertir en norma fundamental la ‘moribunda’ reforma a la justicia, dividió en dos la historia Constitucional de Colombia. Por primera vez se objeta una enmienda a la Constitución sin existir norma que lo permita (Los servidores públicos, so pena de incompetencia, únicamente pueden hacer lo que expresamente les autorice la Constitución, la ley o el reglamento según establecen los artículos 6º, 122 y 123 constitucionales), de un lado; por el otro, se acuerda su ‘aborto’ (¿hundimiento?), cuando ya había nacido en tiempo una criatura que apenas le falta su presentación oficial en sociedad (publicación), y a la que ahora solo puede intervenir la guardiana de la Carta Política: la Corte Constitucional.
Este antecedente, sin precedentes en la historia democrática del país, podría en lo sucesivo dejar cualquier reforma que se haga a la Constitución en manos del ejecutivo y el legislativo, desconociéndose de paso el principio de separación o equilibrio de poderes, cuando ha habido incluso aprobaciones tan graves para la democracia que también habrían merecido el mismo tratamiento y se guardó silencio sobre el particular, como por ejemplo la eliminación de la restricción del conflicto de intereses de los congresistas frente al trámite de enmiendas constitucionales, que de haberse mantenido, probablemente no hubiera ocurrido lo que sucedió.
Dos años de trabajo en Cortes, Gobierno y Congreso, sin contar las labores de ‘sociabilización’ que al proyecto se le hizo, es un tiempo nada desdeñable para que culmine con un entierro ni siquiera de cuarta categoría de algo que con mucha expectativa -y también preocupación- esperaba la comunidad nacional. Si se trataba de una reforma a la Rama Judicial y a la justicia, era solamente a ello a lo que debieron dedicarse todos los esfuerzos, por lo que cualquier materia ajena a lo que su filosofía entrañaba no debía tener cabida en las discusiones (modificaciones relativas al Congreso y los congresistas debieron serlo en otro proyecto de reforma), pero no se fue coherente con ello, quizá por los consensos que supuestamente se dieron para que fuera viable su trámite. Labores como las realizadas no pueden dilapidarse, por lo que deberían rescatarse las disposiciones reglamentariamente aprobadas y que son buenas y de conveniencia para el sistema judicial y el país, y que no resultaron afectadas con la ‘vía de hecho’ constitucional; de esta manera se tendría que no todo resultó perdido. Es igualmente curioso que por la incorporación a última hora de unos puntos nuevos en la reforma resulte afectada en su totalidad. Eso no se da ni en una reforma legal y menos en una constitucional.
La segunda historia a la que se refiere este artículo, la que también se divide en dos, está relacionada con la jurisdicción contenciosa administrativa, que a sus casi 99 años de puesta en funcionamiento (1913) -qué bueno hubiera sido en su centenario-, estrenará un nuevo modelo de proceso judicial bien diferente del que ha sido el tradicional: la implementación en su seno del sistema oral o por audiencias.
En efecto; en menos de una semana, esto es, el próximo lunes festivo 2 de julio de 2012 entrará en vigencia el nuevo Código de Procedimiento Administrativo y de lo Contencioso Administrativo contenido en la Ley 1437 de 2011, con el cual se aspira que los procesos judiciales que se promuevan contra la administración del Estado, o por ella misma, además de que se definan en tiempos bien razonables, cumplan con los cometidos estatales, garanticen oportunamente los derechos de las personas, y se dé definitivamente prevalencia al derecho sustancial sobre el formal.
Esta ley 1437 se constituye en la cuarta codificación que orienta los destinos del Juez natural de la administración pública (Consejo de Estado, Tribunales y Juzgados administrativos), a la que le precedieron las Leyes 130 de 1913, 167 de 1941, y el Decreto Extraordinario 01 de 1984, que siempre concibieron, como fue la tradicional cultura jurídica continental occidental, un proceso escrito, dispendioso y plagado de formalismos, en buena hora casi superados, cuya concepción empezó a variar con la expedición de la Constitución de 1991, que cambió no solo el pensar y el actuar del ciudadano, sino el del mismo Estado y sus servidores, a quienes dotó de un amplio sistema de garantías cuyos objetivos son, entre otros, los de ejercer un mayor y más efectivo control sobre las potestades del Estado en aras de ver mejor materializados los principios de igualdad y libertad y por ende los derechos de las personas y los de la colectividad.
Con la orientación que siempre ha tenido esta columna, que no es otra que la de propender por una formación jurídico-política, y por ende cívica de las personas, intentaré en varias entregas dar a conocer los más importantes rasgos de la nueva normativa procedimental y contenciosa administrativa de la Ley 1437/11, la que se constituirá en una importante herramienta que le dará indudablemente mayor institucionalidad a nuestra República, por supuesto, si cuenta con los recursos suficientes para su cabal desarrollo, a propósito, previstos también para ello en la casi frustrada reforma constitucional a la justicia, cuya norma podría ser así mismo sometida a proceso de salvamento.
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