Basta observar con detenimiento y objetividad el Informe Mundial de Desarrollo Humano 2011, divulgado en los primeros días de noviembre de ese año por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), para darnos cuenta de la espantosa iniquidad y la apocalíptica injusticia por la cual hacen su tránsito vital hombres y mujeres, niños y ancianos de todas las latitudes del mundo incluyendo, quién lo creyera, vastos sectores de la población estadounidense y europea. Pero como nuestra preocupación mayor está anclada aquí y ahora en nuestra disparatada Colombia, sumerjámonos por un momento en algunos de los escenarios que nos llevaron a ocupar el deshonroso tercer lugar entre 129 países del planeta, superando tan solo a dos naciones dramáticamente atrasadas como lo son Haití y Angola.
Dato turbador y denuncia vergonzosa que da la sensación de que el gobierno y los medios preferirían engavetar.
El informe es preciso y contundente. No da para las interpretaciones impúdicas con que el verbo desfachatado de los causantes del acelerado deterioro social quieren explicarlo, buscando con ello el modo de preservar sus privilegios, sin importar que ese estado de cosas se mantenga o agrave. Y las señales de preocupación que nos envían son estas: el Estado y el gobierno están haciendo todo lo posible para que, dentro del marco de la democracia y las instituciones, y en el ejercicio de los deberes patrióticos que la Constitución y la ley establecen, dicha realidad cambie. De tal manera que creamos que los señores que tienen las riendas del poder político y el imperio económico están haciendo todo lo posible por alcanzar un equilibrio que albergue satisfactoriamente las aspiraciones del conjunto de la sociedad.
¡Todo es cuestión de paciencia, señores!
Para incursionar brevemente en este tema, quizás el de mayor calado en lo que tiene que ver con el desarrollo y la sobrevivencia de los seres humanos, debemos aceptar que el meollo de esta crisis está centrado en la distribución del ingreso, la riqueza y el consumo, estudiado por las Naciones Unidas mediante una medición llamada "Coeficiente Gini de ingresos". Allí se demuestra, palmariamente, cómo la humanidad está dividida irremediablemente entre vivos y bobos.
Es de anotar que los factores con mayor frecuencia esgrimidos para explicar nuestra desigualdad social, son algunos de ellos azarosamente acomodaticios, simplistas y hasta perversos: la procreación desmedida e irresponsable de los humildes, el atraso histórico de ciertos grupos étnicos, la crianza y educación dada a los hijos por sus padres, la ‘pereza’ intrínseca en la gente del ‘pueblo’ que no les permite asumir posiciones correctas ni acciones o decisiones que les pueda ayudar a salir del atolladero, y en fin, sin ir más al fondo respecto de la desigualdad de oportunidades, punto esencial, a veces se refieren a la población migrante como causante de su propio desequilibrio, no importa que haya sido llevada a esa condición por componentes de abandono estatal, violencia, desarraigo y despojo.
Y si alguna consecuencia funesta le está trayendo a Colombia esta tremenda desigualdad social reseñada por el organismo internacional, boomerang sepulturero ella misma para los poderosos de la economía nacional y la alegre comparsa de los políticos corruptos y los gobiernos ineptos, es en sí mismo el conflicto armado colombiano ahora propenso a devenir en una inimaginable guerra civil.
Permítaseme reproducir unas pocas estadísticas que le dan fuerza y sentido a mi consternación:
Los ricos en Colombia vienen haciéndose al 6 por ciento del ingreso nacional, en tanto que las mayorías captan el 3 por ciento.
El 0,06 por ciento de los propietarios rurales, que tienen más de 2.000 hectáreas cada uno, poseen el 53,5 por ciento de la tierra, en contraste con el 83 por ciento, que tienen predios de menos de 15 hectáreas y son dueños del 7,2 por ciento.
Mientras el sueldo de un congresista ronda los 21 millones de pesos, el salario mínimo para un trabajador es de 566.700 pesos.
Pese a que el Producto Interno Bruto (PIB) y el Gasto Público se multiplicaron por dos en los últimos veinte años, la pobreza extrema apenas se redujo en 2 por ciento y la desigualdad está intacta.
El 10 por ciento más rico de la población se embolsilla la mitad del PIB y el 10 por ciento más pobre apenas alcanza al 0,6 por ciento del mismo.
¿Por ello será que cada vez se repite más aquello de que entretanto "el capitalismo privatiza las ganancias, socializa las pérdidas?".
Y, vaya cinismo: "Somos el país más feliz del mundo", ordenaron que repicaran algunos de los dueños del 6 por ciento del ingreso nacional a sus todopoderosos medios de prensa, mientras el 17% de nuestros compatriotas vive de milagro, o más exactamente, 20,5 millones de colombianos son pobres y 7,9 millones, indigentes.
Y así las cosas, ¿cómo es eso de que somos un país feliz?
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