Django Reinhardt había nacido por azar en 1910 en un pueblo de Bélgica llamado Liberchies, y luego de viajar durante la primera guerra mundial a Argelia, donde su padre fundó un grupo de cuerdas, retornó a la "zona" de la querida París, donde su etnia se dedicaba a leer la suerte en las líneas de la mano, a sellar orificios en ollas y sartenes o a posar desnudos para los pintores del momento, entre otras actividades posibles.
El adolescente Django es conocido en los bajos fondos de París por el indescriptible talento con que interpretaba el banjó y los dueños de antros musicales se lo peleaban para tenerlo de acompañante del acordeón en las veladas musicales. En una tarde o una noche Django ganaba mucho más que un obrero en una semana o un mes sudando sin cesar desde la madrugada hasta la noche y por eso su mamá irrumpía en esos lugares antes de que su hijo empezara a derrochar las ganancias. Rápidamente le incautaba las sumas, pero no la alegría de hacer la fiesta, de ver desde el escenario como tiraba paso la juventud de entonces, consciente que una época de paz era corta y había que gozarla.
El geniecillo adolescente de boina era la sensación y suscitaba la admiración de los entendidos, cuando se incendió de repente la caravana donde dormía hacinado con los suyos y se salvó de milagro, aunque su mano izquierda quedó achicharrada. Era la peor tragedia que podía ocurrirle a un intérprete de banjó o a un músico cualquiera que vive gracias a sus dedos. Cualquier otro ser humano se hubiera hundido en la desesperación, pero él vivió con paciencia el largo proceso de recuperación de las quemaduras con ayuda de la familia gitana, en su vertiente étnica manouche, proveniente de Alemania y Alsacia. Dos dedos de su mano izquierda quedaron inmovilizados para siempre y en medio de horrendas cicatrices los otros tres sobrevivieron en el extraño muñón que emergió del desastre y el fuego.
Como el banjó era muy pesado, un primo le pasó una guitarra y Django empezó con lentitud el reaprendizaje musical, en esas largas tardes y noches que pasaba sentado en el prado, observando a lo lejos el humear de los fogones de leña donde las mujeres cocinaban. Pronto su defecto se convirtió en motivo de originalidad porque la guitarra en sus manos empezó a sonar de otra manera y los tres dedos salvados de fuego comenzaron a cobrar vida propia, maravillando a los observadores. Con los dedos de la mano derecha completos rasgaba la guitarra, mientras el atroz muñón se desplazaba al otro lado a la velocidad de la luz, inventando un swing que era solo suyo, por lo que empezó a sorprender a los entendidos y a la crítica siempre estricta de los medios.
Con el violinista Stephane Grapelli creó el Quinteto del Jazz Hot de Francia, club musical donde sonaba el jazz proveniente de Estados Unidos y que se había puesto de moda en los llamados Años Locos, la época que tanto ama y filma Woody Allen en sus películas parisinas, acompañadas siempre por la música de su admirado Django Reinhardt. Grapelli, virtuoso del violín, tenía 26 años, y Reinhard 24, y pronto la corriente pasó entre ellos aunque eran muy diferentes, creando melodías y éxitos inolvidables que hoy son de culto mundial.
Grapelli era un dandy exagerado que trataba de ocultar con su amaneramiento sus orígenes muy humildes, mientras Django era la sencillez y la modestia encarnadas con su mirada sabia y el bigote de galán de cine a lo Porfirio Rubirosa. De manera espontánea ambos volaban por terrenos musicales inéditos, aunque el tiempo y la leyenda posteriores destacaran cada vez más el delirante entrevere de las notas que el gitano sacaba a su guitarra con el muñón calcinado, opacando el legado de Grapelli. La pareja musical improvisaba melodías sorprendentes y en unos años llegó a convertirse en un verdadero mito.
Luego llegó el inicio de la II Guerra Mundial y la separación de los amigos, pues Grapelli optó por quedarse en Londres durante la Ocupación nazi y Django se quedó para crear su propio grupo, reemplazando el violín por el clarinete. Durante esos años peligrosos, la fama del músico evitó que fuera detenido o deportado como los suyos o los judíos a los campos de concentración o a las fábricas del trabajo obligatorio. Al fin y al cabo, París se convirtió en el lupanar de los soldados nazis y la música y la fiesta se volvieron fáciles salvoconductos para los marginales.
Terminada la guerra, Duke Ellington se lo llevó de gira en 1946 a Estados Unidos, donde el extraño personaje con la mano quemada asombró en Cleveland, Indianapolis, Chicago, Minneapolis, Kansas City, Boston, Detroit y Nueva York. Pero ese viaje triunfal, que tuvo solo un momento de fracaso en el Carnegie Hall, cuando tuvo que interpretar con una guitarra desafinada, terminó mal, pues Django tenía nostalgia de su familia y quería regresar a su caravana y a los campos rurales de las afueras de París, al lado de su esposa y su hijo. "No me hablen más de música", llegó a exclamar. Pasaba las tardes pescando en las quebradas y riachuelos y sus guitarras estaban empolvadas.
Reinhardt retornó por un tiempo a los clubes de fama en el París de los existencialistas en el barrio de Saint Germain des Prés, en los primeros años cincuenta, y aunque ya era en cierta forma el mito que sigue siendo en este siglo XXI, prefería pintar sus cuadros y pasar el tiempo entre su gente, lejos de los aplausos, como si la melancolía gitana se hubiese apoderado de él. Su mirada se veía fatigada y la gloria y el dinero le importaban poco, cuando de repente murió de manera brutal por un derrame cerebral a los 43 años, en 1953, cuando regresaba una tarde de la pesca.
Ahora, a 60 años de su muerte, Django el gitano vuelve al primer plano y proliferan las exposiciones y las ediciones de sus obra, en la que se destaca la inolvidable melodía Nubes, seguida por otras que resuenan como la encarnación de la música en el modesto cuerpo herido de un manouche gitano. Escuchar a Django Reinhardt es viajar a un planeta desconocido, donde la guitarra es el corazón del tiempo y la nada.
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