Varios escritores de fama mundial como el estadounidense Philip Roth y el húngaro Imre Kertesz decidieron hace poco jubilarse de la escritura y pasar a vivir la vida sin teclear nunca más hasta que el sepulcro los llame. En lo que respecta a Colombia, los dos más grandes escritores vivos, Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez, a su vez se han silenciado al parecer para siempre.
La ola de renuncias públicas o de jubilaciones tácitas nos hace reflexionar sobre el sentido de la escritura y lo que implica para un autor pasar su vida imaginando y creando poemas, historias, obras teatrales, artículos y ensayos y cumplir una vida pública que a veces los llamó a responsabilidades de padres de la patria, como fue el caso de Víctor Hugo, León Tolstoi y Rómulo Gallegos.
Algunos de los más grandes clásicos de todos los tiempos fueron muy prolíficos y otros pasaron a la historia con unas cuantas páginas o uno o dos libros, como ocurrió en el ámbito hispanoamericano con Jorge Isaacs y su María, José Eustasio Rivera y La Vorágine y Juan Rulfo y Pedro Páramo, entre muchos otros casos.
Son legión los muchos suicidas juveniles que dejaron obras notables y no menor el caso entre los colombianos de Andrés Caicedo, quien se quitó la vida a los 25 años y cuya obra adquiere cada vez más fuerza con el paso de las décadas. Decidió morir al recibir el ejemplar recién editado de su obra Qué viva la música, enviado por Juan Gustavo Cobo Borda desde Bogotá en ese lejano 1976, en un gesto extraordinario de rebeldía romántica. Con ese acto dejaba a sus contemporáneos de la múltiple generación Sin Cuenta, la horrible tarea de envejecer y llegar al siglo XXI repitiéndose y repitiéndolo.
Quienes se silenciaron porque fallecieron rápido o los que nunca volvieron a tener el ánimo para emprender una obra dejaron su huella muchas veces sin saberlo porque fue la posteridad la encargada de sacarlos del olvido y ponerlos a la moda. Y muchos, la gran mayoría, fueron olvidados en vida y aun más olvidados en la posteridad cíclica.
Hubo los narradores orales de hace milenios que dejaron historias inolvidables que luego fueron recogidas en papiros y manuscritos caligrafiados en cuero o papel y con la llegada de las escuelas y las élites letradas los individuos empezaron a destacarse como sabios que llenaban páginas de recuerdos, reflexiones filosóficas, poemas, ficciones y memorias y tuvieron como finalidad convertirse en los portavoces de pueblos, regiones, naciones o idiomas recientes que se imponían poco a poco en el calidoscopio cambiante de la historia.
Esa misión casi sagrada del escritor se solidificó con la llegada del renacimiento y la gran era humanista, donde las letras y la retórica eran el signo más distinguido para un hombre al lado de las actividades militares o eclesiásticas y muchas veces reyes, militares, gobernantes y eclesiásticos debían a su vez tener formación sólida en el campo del saber y de las letras.
Esa gran época humanista que se extendió desde el fin del Medioevo culterano y el Renacimiento hasta hace poco, dio al escritor, al letrado, al cargador de pergaminos el lustre que lo destacaba entre los suyos y lo lleva a los panteones de los hombres ilustres y a la estatuaria generalizada en plazas, calles y avenidas.
Walt Whitman, Víctor Hugo, León Tolstoi, Rubén Darío y los clásicos latinoamericanos del siglo XX fueron figuras cimeras que solidificaron naciones y continentes, pero su reino, el de la palabra escrita, ha terminado con la era del
entretenimiento y el multimedia, que abrió otras puertas a la expresión estética de las nuevas generaciones.
La palabra, la ficción tradicional, el poema, son expresiones envejecidas olorosas al polvo de las bibliotecas que poco a poco se echan a la basura, mientras sus contenidos pasan a soportes numéricos que no requieren espacio ni papel.
Es difícil para quienes son los últimos especímenes sobrevivientes del humanista en esta época nueva, reconocer que su tiempo ha expirado como en su momento expiraron tantos géneros, sueños y formas de ser, expresarse y ser reconocido.
La belleza o el horror estéticos ya no necesitan de la vieja palabra y pueden viajar en la imagen, el objeto y el sonido que ya auguraban los grandes músicos de todos los tiempos. El ruido y la imagen dominan todo. El silencio está prohibido. Todo es velocidad, noticia fugaz, fama efímera, apariencia.
Unos cuantos cartujos del futuro se aplicarán tal vez a descifrar esa extraña costumbre pasada de escribir y saludarán con sorna el anuncio en cadena de muchos de los grandes escritores del siglo XXI de que renuncian a escribir y figurar henchidos de vanidad para dedicarse a ser y sentir en este mundo azul tan frágil del cual pronto se irán para siempre.
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