Se desposicionó Angelino Garzón. No exactamente por perder su candidatura a la secretaría de la OIT; ni ser ambiguo frente a la posibilidad de ser candidato presidencial del Uribismo en contra de su actual gobierno; ni tampoco por su desafortunada y terrible alegoría de los zarrapastrosos que vuelan en clase económica. No.
Se desvirtuó por no tener, desde el inicio de su mandato, un plan concreto de lo que quería lograr como vicepresidente.
En este momento es indiscutible que Garzón llegó al cargo a manejar el día a día. A ver qué ocurría. A mirar en qué tema se podía meter. A opinar sin contexto de aspectos que no hacen parte de sus funciones, ni tampoco de su papel. A ser una rueda suelta en la administración. Sin un plan, sin una agenda, sin propuestas. Lamentable.
Y siendo, como él establece, que esta administración fue escogida también por los votos que Garzón aportó, hay que preguntarse qué esperaban esos electores de la vicepresidencia.
Angelino Garzón debía que ser la cara social de este gobierno. Tenía que enfocar sus esfuerzos a proponer políticas laborales y una estrategia de mejoría de las condiciones de los sindicatos del país. Nadie mejor que él para esa tarea. Pero el propio presidente Juan Manuel Santos ha sonado más social que Garzón. Inesperado.
Su misión, que no decidió aceptar, era trabajar, en llave con el ministerio de Trabajo, de manera incansable para corregir la inestable situación del mercado informal, diseñar estrategias para erradicar la violencia y las amenazas contra los sindicalistas en el país, y en general, emprender acciones sobre su especialidad: los derechos de los trabajadores.
Pero no. Garzón se dedicó a opinar sobre múltiples aspectos, ocasionando problemas internos para la administración de Santos, pasando la mayoría de su mandato por fuera del país; y siendo ambiguo frente al apoyo y compromiso con su presidente.
Antes de aspirar a la dirección de la OIT, Garzón debió luchar por su agenda interna. Por sus propuestas. Sin embargo a la primera oportunidad de librarse de esa responsabilidad salió corriendo a hacer una campaña mal estructurada, que demostró que su discurso no fue convincente en el plano internacional, como tampoco lo es ahora a nivel interno.
Los mayores obstáculos a su candidatura los puso el mismo Garzón, con declaraciones como que veía posible desempeñarse al mismo tiempo como vicepresidente y secretario de la OIT, evidenciando un desconocimiento aterrador no solo de la Constitución colombiana, sino también de los reglamentos de la organización que esperaba dirigir. Una pérdida de tiempo.
Garzón dilapidó una oportunidad de trabajar y proponer una agenda importante en cuanto a los derechos de los trabajadores en el país. Ahora, desgastado su capital político, está difícil que retome este tema que descuidó por intentar conseguir una aspiración que, ahora es obvio, fue irreal desde el principio. No era posible tener en la dirección de la OIT a un representante de uno de los países con mayores muertes sindicales y más altos índices de violaciones a los derechos de los trabajadores.
A Garzón se le nota su frustración. Y al país también se le siente lo mismo frente a él. Lo preocupante es que con todo eso, de paso, Garzón demostró, sin quererlo, la irrelevancia estructural que tiene el cargo de la vicepresidencia.
El gobierno de Santos gobernará sin vicepresidente simbólicamente. Con alguien sentado en la silla, sin ninguna función o papel fundamental. Y lo peor, es que nada va a pasar.
Lo que esto señala, de manera práctica, es que ese cargo es importante si el funcionario que lo ocupa tiene la capacidad y el interés de hacer cambios en sectores estratégicos. Pero si carece de eso o, en el caso de Garzón, se gastó ese capital político en otros temas, la vicepresidencia es completamente irrelevante. Ni quita, ni pone.
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