En mi adolescencia me desvelaba escuchando en radio Nederland Holanda o la Voz de las Américas en español noticias de guerras, espionaje, robos de aviones MIG soviéticos, música, programas especiales sobre la aventura espacial o los descubrimientos científicos que avanzaban a ritmo de crucero como el transplante de corazón aplicado con éxito por el doctor Christian Barnard en Sudáfrica al paciente Philippe Blaiberg.
Cuando el cielo estaba despejado, lo que no es muy común en las alturas de los Andes, trataba de distinguir las constelaciones con ayuda de un mapa estelar y reconocer el paso incierto de algún satélite en el vacío infinito. A veces, antes de que dejara de ir a la misa de seis el domingo para satisfacer a la abuela, me quedaba fuera de la catedral observando la luminosidad de Venus que parecía ir detrás de la Luna, como un satélite más.
Otras veces lograba distinguir a Marte, el planeta rojo, y al propio infernal y diminuto Mercurio. Vivía ensimismado con los planetas, calculaba sus órbitas, y más allá en las lejanías, escrutando desde el barrio Chipre las constelaciones y las galaxias, me quedaba concentrado en espera de la aparición de la Cruz del Sur, que sólo se podía ver en el hemisferio austral y que tal vez algún día dejaría de observar para siempre cuando me fuera a Europa a trabajar en radio Moscú, Radio Nederland Holanda, la BBC o Radio France Internacional, que escuchaba todas las noches en el potente Radio Philips de la casa.
Cuando llovía o estaba nublado, leía artículos de revistas o periódicos que intercambiaba con Leon Duque, donde se relataban los avances de la astronomía logrados gracias a los viajes interplanetarios de las primeras sondas que enviaban imágenes de la Luna o de Marte, estaba al tanto de todas las noticias difundidas por la NASA, seguía por radio Moscú las proezas de los soviéticos y recortaba y guardaba las fotos en blanco y negro de la superficie del planeta rojo o la luna publicadas en los diarios y con los amigos más duchos en ciencia discutía sobre la teoría de la gravedad, los esfuerzos que hacía el hombre para vencerla y lograr poner en órbita objetos espaciales, pero en especial las maniobras orbitales necesarias para el éxito del viaje del hombre a la Luna y para que Eagle se posara sin problemas e hiciera las maniobras requeridas para lograr la órbita elíptica del descenso, lo que planteaba muchas incertidumbres, como lo reconoció en una entrevista en Australia, mucho tiempo después, ya anciano, el parco Neil Amstrong.
Un estudiante aplicado nos explicaba con detalle la Orbita de transferencia de Hohmann, que su profesor de física le había explicado una semana antes, por la cual se lograba pasar de una órbita circular a otra con la activación de los motores de empuje, proceso crucial en la maniobra final de alunizaje de Eagle y por supuesto para el proceso de retorno, cuando a su vez despegarían de la Luna, dejando allá para siempre las extremidades de la rampa de lanzamiento del módulo lunar, en una de las cuales quedaba la histórica placa que, tal vez, en los siglos venideros, pensaba yo, sería visitada con solemnidad por otros terrícolas, colonizadores ya permanentes del satélite. Here, men from the planet Earth first foot upon the Moon. July 1969 A.D.
Por mi parte, andaba más en la imagen, en el lado más literario, humano, y a la vez metafísico del asunto. Coleccionaba ejemplares de la revista Life con fotos espectaculares de los paseos espaciales de Ed White tras salir de su cápsula Geminis, unido a la nave por un cordón umbilical, cubierto por su combinado de astronauta y su cabeza al interior de la escafandra vítrea donde se reflejaba la intensa luminosidad solar. Una portada de esa revista traía la foto histórica donde se le veía flotando, con la azul tierra nublada al fondo, imagen simbólica para mí que pegué detrás de la puerta de la habitación. Soñaba con ser Ed White flotando sobre el azul terráqueo. Y en esa y otras revistas veía, además de astronautas y paisajes campestres estadounidenses, los cuerpos de modelos o actrices del momento, como mi adorada Raquel Welch.
Casi todo venía de Estados Unidos, Hollywood, Los Angeles, California, Houston, Texas, o del algún lugar del sur con desiertos y cañones colorados que antes fueron mexicanos, Colorado, Nuevo México, Nevada, los ensayos y simulacros de Ed White y las cápsulas Geminis, los preparativos del viaje a la luna, las canciones de Elvis Presley o Janis Joplin, las pieles bronceadas del surf en las playas, el rock, la música country, las películas con Raquel Welch y las protestas por la guerra de Vietnam, las revistas Life y Playboy.
Al otro lado emergían desde las profundidades trogloditas, como furiosos tiranosaurios, pterodáctilos, brontosaurios del Jurásico, enemigos de la patria, enemigos del mundo libre, Fidel Castro, el Che Guevara --guías de los guerrilleros que morían por la causa del pueblo en las montañas--, Carlos Marx y su socio Engels, el líder Lenín, la Revolución Rusa, los camaradas y las sectas disidentes encabezadas por Mao Tse Tung --sol rojo que iluminaba los corazones--, o Kim il Sung, deidad de Corea del Norte. Pero esos mundos de Cortina de Hierro correspodían a quienes escuchaban con devoción Radio Habana Cuba, Radio Moscú, Radio Pekín, que me eran tediosas. El lado oculto de la tierra.
Aunque también escuchaba esas emisoras rojas, prefería por entonces a Radio Nederland, Radio France y la Voz de las Américas, a las que escribía cartas que eran respondidas semanas después con otras cartas que traían aires de otros mundos, otras voces, otros ámbitos soñados. Y mientras tanto, las naves de la NASA nos seguían llevando de la tierra a la luna en un viaje que ya había imaginado Julio Verne. Era la modernidad soñada de Occidente.
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