Como el nuestro es un país productor de leyes, que lamentablemente no tienen mercado o si no sería ése un poderoso renglón de exportación, las hay para todo. Con la condición de que las anteriores sobre asuntos análogos perviven en los códigos, lo que facilita los enredos jurídicos que caracterizan la actividad pública en Colombia, y alimentan la actividad profesional de miles de abogados y, especialmente, la voracidad de las alianzas entre contratistas y políticos, que tan jugosos dividendos les producen, en detrimento del patrimonio y el bienestar de las comunidades.
La Ley de Contratación, promulgada con triquitraques y voladores como la redentora de los males que causan la ineptitud y la corrupción, a la larga no ha servido para nada y sacó del mercado laboral y de la contratación pública a las personas con experiencia y sentido común, para favorecer a unos imbéciles titulados, que ostentan diplomados, doctorados, postgrados, y otras arandelas académicas, que consiguen en universidades de garaje, o bajan de Internet, sin que sepan leer y escribir, sumar y restar y confundan a mamá Ramona con una marrana mona y a la gimnasia con la magnesia.
La llamada "meritocracia" se ha convertido en un nuevo foco de corrupción, comprobado en funcionarios que han obtenido cargos públicos por concurso de méritos con documentación falsa, dejando por fuera a los aspirantes honestos y capaces. De ahí se derivan el latrocinio a las arcas oficiales y las obras mal hechas o inexplicablemente demoradas, que son la constante de la actividad pública en todos los niveles y causan un desangre criminal a los recursos presupuestales.
Lo anterior se constituye en un motivo de alarma, cuando se anuncia la irrigación de billonarios recursos de regalías por todo el país, que les hacen volver la boca agua a los politiqueros y a sus parceros contratistas, así como a frentes guerrilleros y a bandas criminales, que ven en esas platas la oportunidad de fortalecerse económicamente para continuar con sus perversas actividades. Y los controles oficiales que se anuncian, más que risa producen lástima, por ingenuos e inútiles.
¿En cuál despacho oficial podrán conocerse los datos de las platas botadas en obras de infraestructura mal hechas o innecesarias y abandonadas? ¿Quién es el responsable de sostener ocho años en el Ministerio del Transporte a un bobo camandulero, que no dejó nada distinto de pleitos y escándalos? ¿Qué pasó con el ministro que dispuso que no hubiera anticipos a contratistas sino pagos por obras entregadas; que no se iniciaran trabajos sin estudios completos, licencias ambientales aprobadas y predios adquiridos; y que no se autorizara el cobro de peajes en carreteras hasta que éstas no estuvieran terminadas? ¿Qué presiones recibió ese excelente funcionario para que tuviera que dejar el cargo después de un corto ejercicio del mismo? ¿Será cierto, como aseguran algunos "sotto voce", que hay una mafia nueva: la de la contratación? Mientras alguien responde los anteriores interrogantes, el sentido práctico en la administración pública es flor exótica, con pocas excepciones, porque, en honor a la verdad, que las hay las hay.
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