Madrugó. José Palacios que lo asistía en sus menesteres íntimos, puso en sus manos los anchos greguescos de pana verde, la chaqueta azocada por un agobio de condecoraciones, el kepis altanero y un bastón de mando de plata rutilante. Se despidió de la servidumbre con un rictus pensativo, contraído los músculos de la cara para impedir el derrame de sus lágrimas. En el corredor de la estancia un manojo de leales generales hablaban entre cuchicheos para evitar que el General percibiera sus ofuscados alegatos de incertidumbre. La pesebrera traspasada de olores a amoníaco servía de espacio a los caballos ya enjaezados que, con sus relinchos y el impaciente escarbar del empedrado, intuían el trasiego inmediato de un viaje interminable.
El General caminaba lentamente. Sentía una opresión invisible sobre sus espaldas, daba zancadas torpes, la mirada era un brumoso mar de tristeza y por los corredores circulaba el lánguido eco de su obstinada tos sifilítica. El pequeño grupo que lo rodeaba, sorprendido de su endeblez, aseguró que estaba caminando un cadáver recién escapado de la tumba. Su rostro escuálido escondido detrás de una bufanda de alpaca era un presagio de la muerte.
Montó el Libertador sobre un alazán de pocos años, protegido por un reducido séquito también acaballado, todos atentos a los desafueros de su enfermedad. Ocurrió lo inesperado. Unos guaches entreabrían los postigos para mirar la aflictiva caravana. Al percibir que era el inmortal General el comandante del pequeño desfile, afilaban sus lenguas de odio para gritarle "Longaniza", apodo que le endilgaban sus enemigos. Una y otra vez, los zafios en la calle y desde los balcones lastimaban sus oídos con ese remoquete. Con insultos y desprecios le pagaban a Bolívar sus hazañas invictas por la libertad de América. Fue su último viaje. Clausuró sus epopeyas de demiurgo genial en San Pedro Alejandrino en donde finalmente murió.
Parecerá un dislate que haya invocado a don Simón para referirme a Ómar Yepes Alzate. Es ésta una premeditada y antojadiza brújula de mi cerebro. Nada que ver el uno con el otro. Allá aquél con su inabordable inmensidad histórica, aquí nosotros con el retablo querencioso de nuestras nativas importancias.
Yepes está cumpliendo 50 años de intensa vida pública. Amado y exaltado por unos, denigrado por otros que han transformado su corazón en letrina pestilente. Los enemigos de Bolívar querían verlo convertido en piltrafa humana. Los zopencos adversarios de Yepes no reconocen sus méritos y virtudes y lo convierten en un nazareno con adjetivos de alcantarilla. Igual ocurrió con el mariscal Alzate a quien latigaban con denuestos sus enanos contradictores, y también con Laureano Gómez, astro mayor del conservatismo colombiano.
Alzate es una matriz de oro en la catedral de la patria. Vuelo multicolor en la palabra, macizo en el contenido, de visión profética, perdurable en sus tesis. Laureano fue tajante y agrio, volcánico y aislado como un dios heleno. Ómar Yepes recibió como herencia el armazón ideológico de Bolívar, de Alzate su alucinación intemporal, de Gómez la firmeza rocosa en las ideas. Alzate y Gómez fueron unos retóricos. Yepes es un hacedor. Mientras los primeros eran verbo, Yepes es sustantivo. Alzate exprimía el idioma, Laureano vociferaba como Zeus. Yepes pisa la tierra. Su mundo no está en el parnaso, ni las musas son sus consentidas. Es mesurado, diáfano y concreto; se alimenta de objetividades. Equilibrio, es la palabra que se convirtió en gozne de su vida. Gústenos o no, en los últimos decenios, Caldas fue moldeado por el sino talentoso de Yepes. No le perdonan que haya sido decisorio báculo en casi todas las empresas estatales de la región.
¡Cincuenta años de vida útil! A Bolívar la ingratitud lo coronó de infamias y calumnias; a Laureano Gómez le pulverizan con dinamita sus estatuas; a Ómar Yepes lo flagelan y tratan de enlodar su nombre tan cosido a la entraña de esta geografía. Todo, porque ha sido grande, tenaz como evangelizador, hoy, irremplazable como jefe.
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