En La Dorada, Caldas, a pesar de las advertencias del cambio climático, las tragedias causadas por el invierno y las causadas por las crecientes de un afluente tan impetuoso como impredecible no se han hecho esperar. Ellas se convierten en una amenaza cotidiana para la población que vive a orillas del río.
Ninguna de las advertencias, repetidas muchas veces, ha sido suficientemente convincente para muchos pobladores de este puerto fluvial, sobre la ribera del río de La Magdalena. A pocos parece importarles. Muchos sufren las consecuencias, pero no hacen algo distinto a sufrirlas, sin oponerse al daño causado por la mano del hombre citadino, que arranca un árbol como quien se corta una uña, creyendo que cuando lo hacen, la ciudad se verá bonita, sus propiedades quedarán a la vista de todos y adquirirán un supuesto mayor valor.
El calor en una ciudad ya bien caliente es entonces insoportable. La protección que daba el follaje de los árboles a las calles ha ido siendo reemplazado por unas feísimas canecas en ladrillo o cemento que tienen arbustos enclenques, cuando no palmeras hirsutas que no dan sombra, en un pueblo, en el que hasta no hace mucho tiempo, uno caminaba por ellas resguardado de las inclemencias del sol canicular por las frondosas espesuras de árboles grandes que servían de cobertizos naturales, como cielos rasos vegetales en las aceras -Ver fotos en la lapatria.com/opinión-.
El arboricidio ha sido insensato, pero, lo peor, se ha ido haciendo con los permisos o la desidia de Corpocaldas, una entidad creada para cuidar exactamente el verde de las ciudades, pero convertida en este Municipio en entidad que no ejerce vigilancia y tolera con sus permisos, la tala indiscriminada de árboles, para darles gusto a los que quieren destapar sus fachadas y dejarlas a la vista, sin importar el impacto ambiental, ni los efectos que se producen en este pueblo ribereño, sin hacer efectiva la función de entregar el comparendo ambiental, para sancionar a los arboricidas insensatos. ¡Burócratas!
En esa permisibilidad para que cada persona pueda hacer lo que a bien tenga con los árboles que están en la vía pública, que son propiedad de la ciudad y con ella de todos los habitantes de la misma, convierte a la ciudad todos los días más en un monumento al cemento y al bahareque.
Pero esto no solo pasa en este lugar ribereño. Ha pasado desde hace mucho tiempo en las tierras que bordean los ríos, convertidas en grandes haciendas de ganado, donde los árboles han merecido el peor de los desprecios, para dar lugar a la más contaminante de todas las industrias, dejando convertido lo que antes fueran bosques inmensos, en planicies inconmensurables donde el tapete verde de pastos ha contribuido en buena medida al efecto invernadero en que vivimos. No deja de ser curioso que no haya nada más contaminante que una res. Exhalan gas metano no biodegradable, muy tóxico. Todas estas tierras que un día fueron bosques tropicales, están convertidas hoy en confines interminables de alambrados de púas que separan lotes de ganado que lentamente, rumiando, son uno de los mayores contaminantes que tenemos sobre la tierra.
Y pasa también en las montañas a las que todos los días les roban los árboles para hacer potreros escalonados en los que siembran pequeños arbustos que dan al traste con el principio biológico de recicladores de CO2. Es casi una visión apocalíptica ver el resquebrajamiento de la tierra, la erosión que avanza a pasos agigantados, sin que a nadie le importe mucho.
Hoy vemos montañas deforestadas, tierras que se precipitan en aludes, para decirle al gran depredador, el ser humano, que la naturaleza es para respetarla, no para someterla. Entonces, ante la terquedad del humano, la naturaleza se sacude, rompe sus capas, se derrumba, arrasa carreteras, casas, todo lo que encuentre a su paso, sin que parezca importarnos que acabar con el planeta es condenarnos a la extinción, o al hambre, como sucede en esas tierras no fértiles que han sido arrasadas por el hombre en otros continentes, con las multitudinarias filas de peregrinos que no tienen comida y que mueren a diario ante la indiferencia de los que viven en lugares donde todavía hay tierras productivas.
Ante la incapacidad burocrático-administrativa de los organismos de control, que fueron creados para eso, como Corpocaldas, tenemos que tomar acciones que eviten este desastre natural que crece a diario sin control. Alguna autoridad tiene que intervenir. Debe haber alguna que le pase el comparendo a Corpocaldas y le recuerde sus obligaciones. Por un futuro viable, no permitamos tumbar mas árboles impunemente.
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El vil asesinato de Rosa Elvira Cely, una tragedia nacional, pone en evidencia un mal crónico que hemos creído virtud en este país de machistas tontos y hombres que no lo son tanto. Que un individuo mate con crueldad a una mujer indefensa, habla a las claras de lo laxa que es nuestra justicia y lo endebles que son nuestros principios.
Esos legisladores poco honorables, que son casi la mayoría, deben sentarse un instante, en las pocas horas en que permanecen realizando su trabajo, para con osadía y verraquera, comenzar a castigar con severidad a los asesinos de mujeres indefensas.
Un país que tolera estas muertes y que le da todas las garantías a un violador y asesino de niños como Garavito, hoy convertido en falso pastor, es un país no viable. Penas duras y sin privilegios para violadores y asesinos. No pueden seguir teniendo la impunidad que tienen, esa que era una exclusividad del club de los corruptos, los políticos. Paz en la tumba de Rosa Helena, hoy estandarte de cero tolerancia a la violencia.
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