El 3 de febrero Víctor Pacheco Restrepo, abogado de Fidupetrol, acusó al magistrado de la Corte Constitucional, Jorge Pretelt, de exigirle $500 millones para fallar una tutela en favor de esa empresa. La grabación que lo incrimina fue obtenida la víspera de ser elegido Pretelt presidente de esa corte.
En 2014 fue grabada una conversación del magistrado del Consejo Superior de la Judicatura, Henry Villarraga, con un coronel acusado de matar a doce personas para dar falsos positivos. El miembro de la Sala Disciplinaria era uno de los jueces llamados a resolver si el militar era juzgado por la justicia militar o por la ordinaria. En el registro electromagnético se escucha al uniformado hablar de "400 para el magistrado", lo cual se interpretó como un posible pago de $400 millones. Y en el mismo Villarraga pide al coronel ayudarlo para que no fueran registradas sus entradas a la base donde éste estaba detenido.
Éste es solo uno de los varios escándalos que han estallado en el Consejo Superior de la Judicatura, en especial en la Sala Disciplinaria, la llamada ‘juez de los jueces’: fallos amañados de tutelas, cambios inexplicables de jurisprudencias y un carrusel de las pensiones que vendía ‘palomitas’ laborales a juristas en vísperas de pensionarse para que obtuvieran mejores mesadas, llevaron a un redactor de la revista Semana a afirmar que la institución "se ha convertido en el tumor cancerígeno de la Justicia" (edición noviembre 2 de 2013).
En 2010 fue develado un ‘carrusel de la corrupción’ en el Consejo de Estado. Se habló de un cartel de abogados que lograba fallos amañados y manipulaba expedientes para salvar de sanciones a gobernadores, alcaldes y políticos acusados, a cambio de millonarias sumas de dinero. Fueron investigados numerosos funcionarios y condenado un auxiliar.
Pero si en las altas cortes diluvia, el sistema judicial colombiano está inundado: búsqueda indebida de pensiones millonarias; triquiñuelas para no jubilarse; jueces que negocian fallos; clientelismo, tráfico de influencias y amenazas son la escenografía que adorna la farsa de la aplicación de justicia en Colombia.
Quienes estudiaron en la República Independiente de Derecho de la Universidad de Caldas, en los años 70, no conocieron nada de eso. Debieron, sí, soportar las interminables arengas mamertas de Tito Arias en la plazoleta central, pero en las aulas fueron formados por profesores que además de prodigar conocimientos inculcaron principios.
Sus solos nombres inspiraban respeto y despertaban admiración. También temor, por ser implacables a la hora de calificar: Gilberto Bedoya y Gonzalo Zuluaga llegaban de los tribunales superior y contencioso para enseñar a sus futuros colegas los intríngulis constitucionalistas, con profundidad, seriedad y bonhomía.
Humberto de la Calle y Silvio Fernando Trejos hacían de cada clase una cátedra de saber y bien hablar. Aurelio Calderón develaba con responsabilidad los secretos de la legislación comercial. Héctor Marín Naranjo, de insoportable carácter, infundía, sin embargo, respetabilidad por la profesión.
Enrique Quintero Valencia repartía por igual sarcasmos, ironías y profundos conocimientos en todas las materias civiles. Ariel Ortiz Correa enseñaba que el derecho penal se aprende con el sumario en la mano y no con el código en el bolsillo. Filiberto Botero predicaba que un juez puede fallar en derecho o fallar en justicia, de lo cual no saben nada los de hoy.
Se admiraba la oratoria forense de Fernando Londoño Londoño y Horacio Gutiérrez Estrada, quienes a fuerza de brillantes expositores enfocaron sus defensas en el ser humano y no en el esguince jurídico ni la trampa del inciso. Buscaban la verdad más que el fallo.
Algunos ejercían en los tribunales. Otros eran funcionarios reconocidos y algunos reputados litigantes. Todos eran magistrados, por la verticalidad de su ejercicio jurídico.
Discípulo y prolongación en el tiempo fue José Nervando Cardona Rivas. Antes de ser juez fue exquisito futbolista y reputado entrenador, quien a sus dirigidos inculcó a sangre y fuego la ética de la competencia y a ser mejores personas.
Gracias a ellos en Caldas aún puede hablarse de cierta recta aplicación de la justicia. Si bien comienzan a proliferar los picapiedras de los estrados, simples tecnólogos del derecho que desconocen su función humanitaria pero dominan el arte de medrar.
Esos viejos profesores, algunos ya desaparecidos, siguen siendo ejemplos incontrastables. A pesar del tiempo, están moralmente muy por encima de quienes hoy ensucian irremediablemente la reputación de las altas cortes.
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