Hasta el momento de finalizar esta columna, seguía sin saberse Bob Dylan si aceptará o no el Nobel de Literatura. Su silencio tiene en vilo el mundo de las letras y la mitad de sus habitantes vería con fruición que diera calabazas a los estirados académicos que lo premiaron, para que se estiren más y premien a escritores de verdad, dirán.
Dado el mutismo, los suecos encimaron dos palabritas al galardón de Dylan, “descortés y arrogante”, por tener la fiesta en suspenso. A lo mejor el hombre esté organizando una comitiva artística como la que acompañó a García Márquez en 1982. Claro, no irán las Danzas del Ingrumá ni Totó la Momposina, pero sí los dinosaurios del rock: entre ellos, los Rolling Stones que suman más años y arrugas que Trump dinero; Paul Mc Cartney, con esa cara de señora que le puso la edad; U2, Iron Maden, Charly García… (Ah, este no porque está de viaje). A pesar de estar cuchos y sin melena, se las arreglan para brincar mejor que los de Holocausto. Hay, pues, de dónde organizar un nostálgico Woodstock en los palacios de Estocolmo.
Ya en serio, el precedente sentado con este Nobel es tan grande, que la aceptación o el rechazo pasarán a segundo plano. Ya Sartre hizo el quite en 1964, pero Dylan será para siempre el primer cantautor que ganó el premio mayor de la lotería del pensamiento.
Críticos con vista pero sin oído no lo atribuyen al talento del roquero sino a la escasez de escritores ‘de verdad’. Desde esa perspectiva, éste tendría razones válidas para no aceptar, pues parecería que lo usaron para incitar a otros. En realidad, el argumento de aquellos es el intento de ocultar su impopular menosprecio a la poesía cantable, la cual siempre jamás han considerado como literatura.
En muchos casos podrían tener la razón, pues miles de letras carecerían de sentido sin la música, como las cantadas por Marc Anthony, para no mencionar gente, que es de mal gusto. Hay melodías mejores que los textos que acompañan, entre ellos los de la ópera ‘L’elisir d’amore’ de Donizetti, cuya trama es tan elemental que no podría ser representada como obra de teatro hablado. Pero hay otras dignas de un Nobel, máxime cuando la tendencia actual es darles más importancia que a la partitura, por privilegiar el mensaje. Desde esa perspectiva, el premio a Dylan tiene sentido.
Por paradoja, cuando se intenta musicalizar versos de grandes escritores, el resultado es fatal. Escuchen la milonga ‘Jacinto Chiclana’ con rimas de Borges o un proyecto de bambuco escrito por León de Greiff, que alguna vez me asestaron, o casi todas las de Miguel Hernández que Serrat llevó al pentagrama. También hay resultados felices.
La aceptación de los compositores en el universo de las letras llega tarde. Candidatos a Nobel hubieran sido Agustín Lara, por elevar la cursilería a género literario, con metáforas como: “El hastío es pavo real que se aburre de luz en la tarde”. O Enrique Santos Discépolo, quien lloraba a ritmo de tango porque los valores se trastrocaron e “igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches, se ha mezclado la vida”. Si hubiera ganado quizás los argentinos tendrían la inteligencia en la cabeza y no en las patas. Hasta Luis Carlos González, a pesar de querer nacionalizar antioqueña nuestra ruana de Marulanda.
Ojo señores de la Academia Sueca: gente capaz de escribir la letra y componer la música, sean una ópera o un bolero, se extingue. Manzanero, Dylan, Serrat y unos cuantos más, ya son bichos raros. Hoy lo usual es ver hasta seis nombres en los créditos de un bodrio del que apenas se entiende el estribillo… siempre y cuando no contenga más de tres palabras. ¡Apuren o tendrán que plegarse a los deseos de la crítica cavernaria!
¿Y qué decir de la música? Menos mal don Alfredo quedó sordo en el proceso de inventar la dinamita, y no estableció un Nobel para la música. De lo contrario en Estocolmo verían a Romeo Santos, Don Omar, Vicente Fernández o Enriquito Iglesias intrigando para que les premien su idealismo… monetario.
Qué paradoja: la entrega del galardón a la poesía cantada se volvió una novela de suspenso.
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