Circulan por las redes sociales unos videos en los cuales cantantes y músicos de varios países interpretan una sola canción. Sin salir de ellos, sin conocerse, sin ensayar. Son agradables de escuchar y contienen estupendas imágenes, y su mensaje es positivo, tan directo que lo entendería hasta un congresista que no tenga oídos sordos: la música acerca a personas de distintas razas, culturas e idiomas.
Paradójicamente, su factor de éxito es el mismo que provoca el fracaso de la industria del disco de audio y la tiene a punto de desaparecer: la excesiva tecnología. El culto a la perfección acabó con la música como arte, pues a cantantes e instrumentistas se exige ser como autómatas y les prohíben interpretar, no sea que perturben la pretendida e inexistente pureza sonora. Aplica para los buenos, que los hay, y para los malos, que abundan. Da lo mismo si en el estudio suenan un gorjeo de Anna Netrebko, un berrido de Vicente Fernández o un madrazo de todos los John Álex que en Antioquia son.
En cambio, la imagen sonora transmite emociones y hace pensar. Obliga al artista a mostrarse como un ser humano que vive y disfruta lo que hace, pues interpreta más que cantar o tocar. Sentimiento por encima de técnica.
El método es igual: en el estudio graban voz y acompañamiento por separado, instrumento por instrumento, lo cual impide el contacto visual, la complicidad y las emociones. Cada quien hace lo suyo, sin importar si debe dar un golpe de platillos o un Do de pecho. En cambio, en el video participa gente de todas partes, hay toda suerte de voces e instrumentos e incorpora múltiples paisajes que realzan la música y dejan sensación de variedad.
Cierto es que el técnico, llámese ingeniero de sonido o editor de imágenes, es fundamental para hacer las mezclas. Aquel se erige como el poder detrás del trono, en cuyas manos (no en las orejas) está el futuro de un músico, borrando errores, afinando desafines y logrando en la computadora lo que en vivo es imposible. Se vuelve más importante que el artista, en su propósito de hacer que el disco suene bien y se venda aunque no contenga nada.
En cambio, el segundo se asume como el mago que hará una obra única con elementos dispersos y disímiles. Su misión es detectar con ojos y oídos instantes únicos, tanto en el intérprete como en el entorno, y tomar lo mejor de cada uno. ¿Hay trucos? Sin duda. Pero son como los de las recetas: realzan el sabor o lo malogran. No engañan, porque causan impresiones, buenas o no. Es más difícil confundir dos sentidos que uno.
Hay que aceptarlo: la música pasó del oído al ojo. No solo por las posibilidades tecnológicas. Es más auténtica: en el video el artista se muestra como es, tanto en un montaje como los que revolotean por las redes sociales, como en un artificioso ‘clip’ comercial. Permite confirmar la calidad de unos; desengañarse de otros; muestra que a ciertos es mejor verlos que escucharlos y de muchos es preferible que hubieran sido mudos o mancos. O los dos.
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Addendum: Titular de un periódico la semana pasada: “El beso de Jennifer López y Marc Anthony, entre lo mejor de los Grammy Latino 2016”. El cual permite suponer que si un acto que hace tanto tiempo dejó de ser íntimo se vuelve noticia, las circunstancias en que ocurrió fueron irrelevantes. Además, si una ‘chupeteadita’ entre dos famosos que se sorbieron hasta los tuétanos mientras estuvieron casados, ocupa primera plana, es posible que buscaran con ella lo que pueden cada vez menos con sus grabaciones: vender. (Sin desconocer el asombroso oído y la agradable voz del Marco Antonio Muñiz ‘niuyorrican’, ni los chilliditos de su ex, quien da las notas más agudas cuando ‘canta’ de espaldas).
El título es otra prueba más del carácter del certamen: es una convención de ventas con espectáculo incluido. El Grammy consagra a quienes más reditúan… para sus casas discográficas. En ocasiones se reconoce la calidad, pero para que semejante desaguisado no ocurra más, en próximas ediciones anunciarán que se trata de “errores involuntarios” causantes de destitución para quienes lo cometan.
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