En estos tiempos desacralizados por causa de la tecnología, la pérdida de principios y la ineficacia de las religiones, tanto las tradicionales como las de nuevo cuño, la sociedad occidental forjó el culto al perro. Pero no es la adoración a dioses cargados de simbologías, significados y sentido social, como el Anubis egipcíaco, el Xólotl azteca o el Inugami japonés, todopoderosos canes divinos, sino una práctica material que venera el tener, en detrimento del ser.
Hay que ver las ínfulas de los dueños cuando pasean sus gozques: la vieja con pretensiones de señorona que lleva un lanetas cargado o en la cartera. El bajito que compensa su complejo de enano dejándose arrastrar por un perrazo que le lleva 20 centímetros de alzada. La señoritinga con aires de reina que se enorgullece de un can con más prosapia que la suya… si tiene alguna.
A estos no les falta sino colgar la lengua fuera de la boca, babear y acezar. Los animales están a un tris de hablar en medialengua, sin quitar la mirada de sus amos-esclavos en espera de un mimo, una caricia o una golosina. Porque para interesados…
Y hay que ver cómo tratan a los caniches: para ellos hay spa, hotel y sicólogo, que ni para los amos. Pagan consultas veterinarias carísimas, alimentos exóticos y rodean de lujos suntuarios al chandoso, a quien le da lo mismo dormir en estera que en colchón de plumas. Cuando no es que se les reserva la mejor parte de la cama, en detrimento del o la cónyuge.
El perrodependiente se levanta a las cinco de la mañana, llueva, truene o relampaguee, a sacarlo a hacer sus necesidades. Vaya a ver si hace lo mismo por la abuelita para llevarla a la Eps. No le importa que la casa huela a animal, que los muebles, la ropa y el carro estén llenos de pelos, ni que en ocasiones no pueda viajar porque nadie se hace cargo del gozque. La suya es una esclavitud voluntaria, gozosa y abyecta.
Claro está que esta inversión de valores tiene antecedentes: por allá en los 40, Colón de la Roche quien estaba forrado con el oro que sacaban por libras de las minas de Vendecabezas, en Riosucio, a falta de hijos se hizo a un par de perros más feos que su esposa, que consiguió en la zona de tolerancia. Entre otros lujos, les hizo poner colmillos de oro y les pagaba asiento de primera fila en el teatro, cuando había función artística.
Como uno de los canes aullaba con la música, el intérprete de turno terminaba cantando a dos voces y seis patas. A tal punto llegaron un día los chillidos del insólito espectador, que alguien le gritó desde gallinero al artista: "¡Cantate una que no se sepa el perro!".
También hay amos sensatos, como solteronas y viejitos que no tienen más compañía que un animalito y no les importa si es feo o bonito, fino o callejero, grande o chico. Aunque lo tratan como lo que es, un animal, pero con cariño, éste es de fidelidad absoluta, nada exigente y camina en la calle al paso de su dueño.
Hasta ahí todo está en el ámbito del libre albedrío. Pero los dueños pretenden imponer su animal a todo mundo: entonces se camina por las calles esquivando bollos y no se puede ir al parque para no salir mordido, donde a aquello les parece divino que su perrito sea tan valiente.
En el restaurante al aire libre no falta la vieja que come con el podenco encima de la mesa o se deja lamer la boca, sin importarle que al resto de comensales les parezca asqueroso. Ni en el aeropuerto se está libre de que a uno le ladren porque sí.
Y ¡ay! del que no tiene perro. Es un paria, un leproso que debería ser expulsado de este mundo. Porque el de dos patas no admite que se viva de otra manera y su misión en esta vida es que los demás adoren su can. No a la raza, sino al suyo.
Con razón los suizos dicen: "La libertad llega cuando se casan los hijos y se muere el perro".
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