Si los pícaros conocieran las ganancias de obrar bien, de puro pícaros serían honestos, fieles u honrados.
Cuando no hay principios enraizados, existe una especie de ceguera espiritual que impide ver las consecuencias de obrar mal.
Al que se las da de “vivo” le sucede como al ladrón que se paró al frente de la vitrina de una joyería.
Era temprano, el negocio estaba cerrado, la calle estaba sola, y entonces rompió el vidrio a pedradas.
Estaba dichoso juntando las joyas cuando sintió una sirena y, aunque corrió, fue apresado por la policía.
Lo llevaron tiempo después ante el juez que había examinado bien el caso y le preguntó:
Dígame una cosa, ¿usted cómo es que no vio las cámaras de seguridad que estaban allí bien visibles?
Señor juez, le digo la verdad, yo solo veía el brillo del oro y nada más. Pregúntate: ¿Qué brillos me ciegan?
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