Con motivo de la celebración de los 50 años de la revista Aleph, comparto unos apartes del texto escrito con ese motivo y que para mí tiene una connotación casi familiar, primero porque fue fundada en mi ciudad natal a fines de la rica década de los años 60, cuando no solo la humanidad sino Colombia vivían bruscos cambios sociopolíticos y culturales, sino porque coincide en mi caso con el despuntar a la adolescencia y a la cultura, animado por un padre amante de las letras y los libros, cuando estudiaba los años iniciales del bachillerato en el Instituto Universitario y fui testigo de los primeros pasos de la publicación encabezada por el joven Carlos Enrique Ruiz y un grupo de noveles científicos, filósofos y humanistas que cursaban sus carreras en las aulas de la Universidad.
En el segundo lustro de la década en que fue fundada Alehp, Colombia salía poco a poco de otro periodo tenebroso de la historia política del país, llamado La Violencia, por medio del pacto clientelista del Frente Nacional acordado entre las dos poderosas fuerzas enemigas del momento, pero nadie imaginó en esos años de corta tregua, que en el medio siglo siguiente el país se enfrentaría a varias oleadas espantosas del más inconcebible terror, cuyas manifestaciones apocalípticas en manos de todo tipo de ejércitos locales podrían equipararse a los tiempos del Holocausto vivido en la Segunda Guerra Mundial con campos de concentración, genocidios, desmembramientos con motosierra, fusilamientos, explosiones, magnicidios, exterminio de partidos políticos opositores en masa y secuestros, espionaje, delaciones, desplazamientos, usurpación, robo y asesinatos sin fin.
La generación de jóvenes a la que pertenece Carlos Enrique Ruiz emprendía entonces en las universidades y en los espacios públicos la ardua tarea de dar un poco de luz a ese país arcaico que se había ahogado en sangre, expulsando de los campos, veredas y pueblos a cientos de miles, tal vez millones de personas que acudían a las ciudades en busca de refugio y oportunidades para los hijos nacidos en las décadas de los años 40 y 50, cuando en el agro y en los pueblos colombianos la ley del machete, la bala y la intolerancia había inundado el país de horror, bajo la consigna de “A sangre y fuego”.
Algunas veces como estudiante de los primeros años de bachillerato en el Instituto Universitario fui testigo de las manifestaciones de esa nueva generación comprometida con la realidad del país a través de la investigación y el estudio y que en las distintas disciplinas del saber trataban de fraguar los programas para realizar un país moderno, abierto, laico, tolerante, moderno y próspero. Aquellas jornadas universitarias las viví de cerca como un observador que abría los ojos a la realidad, ya que mi hermano mayor Humberto había terminado el bachillerato en la misma generación de bachilleres que Carlos Enrique Ruiz y José Chalarca en el Instituto Universitario y el mosaico fotográfico de graduados que colgaba en alguna pared de la casa mostraba las imágenes de esos jóvenes aplicados, buenos estudiantes que de repente salían a las calles para protestar y proponer un nuevo país distinto al que ofrecía el gobernante Frente Nacional.
El muchacho que recorría las calles había visto a todos esos jóvenes mayores estudiando, aplicados en largas noches antes de los exámenes en las cafeterías aledañas al parque Fundadores o deambulando por la carrera 23, vía que marcaba el periplo de la conversación y el debate, como si se viviera dentro de las páginas de una novela centroeuropea y alpina de formación: futuros normalistas, ingenieros, médicos, poetas, escritores, abogados discutían sobre los aconteceres mundiales y nacionales en un ambiente de montaña mágica rodeada de volcanes nevados, cumbres, precipicios, valles poblados por la más fascinante variedad de flora y fauna.
Lectores de La Montaña mágica de Thomas Mann y admiradores de los románticos alemanes, muchos de esos inquietos pensadores de la ciudad establecían paralelos entre las cumbres andinas y los glaciares y montañas de los Alpes, donde poetas, filósofos y científicos estaban unidos en la pasión de búsqueda de la flor azul de Novalis. Extraña ciudad aquella que apenas cumplía un siglo, pero que gracias a los incendios y a la prosperidad había emprendido la construcción en los años 30 de enormes templos y edificios y barrios centrales diseñados según los catálogos de la exposición Art Deco de París. A un lado estaba la gigantesca catedral neogótica del cemento armado que representaba el poder eclesiástico, diseñada por arquitectos europeos, y al otro el palacio de Bellas Artes mirando desde Chipre hacia los espacios profundos del Occidente del país escrutados por Humboldt, Bompland, Caldas y Mutis y muchos otros viajeros. La nueva generación de Carlos Enrique Ruiz tenía otras ideas y dejaba atrás para siempre el reino de sus antecesores en la ciudad, sumidos en su mayoría en una anacrónica retórica conservadora, de la que se habían escapado unos cuantos heterodoxos que vivían al margen, exiliados e ignorados en su propia tierra como famélicos fantasmas, almas en pena, espectros transparentes que nadie veía ni oía.
La revista Aleph surgió en 1966 en ese contexto, pero como expresión de un espíritu humanista de inteligencia y tolerancia que difería del fanatismo ciego de las ideologías aliadas o adscritas a los poderes del mundo, a esos extremos que calentaban las cabezas de unos y otros y los llevaban a dirimir la discusión por las armas. No en vano en la portada del primer número de la revista apareció la figura del matemático Albert Einstein como el guía de ese esfuerzo de racionalidad, debate y compromiso por el saber, al lado de Jorge Luis Borges, cuyo cuento Aleph inspiró tal vez su nombre.
Figuras éstas que al lado de Bertrand Russel o Hebert Marcuse, entre muchos otros pensadores del momento, marcaban pautas para quienes se negaban a entrar en el terreno del delirio de los iluminados y los violentos. Carlos Enrique Ruiz y sus amigos emprendieron esa tarea entonces con total claridad y a lo largo de este medio siglo han sabido mantener con entereza y dignidad ese faro en medio de los más atroces momentos históricos vividos por el país, sin perder el rumbo, siempre abiertos al debate civilizado. Desde Manizales, una ciudad que con el tiempo incrementó su carácter universitario, Carlos Enrique Ruiz y quienes lo han acompañado en su empeño, como su esposa Livia, son un ejemplo de esa Colombia en la que soñamos. Una Colombia lejos de la gritería fanática de los politicastros ignaros llenos de odio, lejos de la codicia de políticos y plutócratas carcomidos por la sed de corrupción y que llevan la estulticia como emblema, una Colombia lejos de quienes tienen como alimento y motor la injuria y el anatema.
Mi relación con Aleph ha sido pues muy familiar, al ser testigo de su origen desde la mirada del adolescente inquieto que entonces cursaba el accidentado bachillerato en el Instituto Universitario antes de ser expulsado de allí y que compartía con otros el inicio de un camino ligado a las letras, el saber y el pensar, el amor por los libros y el arte. A la ciudad, a través de las diversas bibliotecas, llegaban libros desde los centros editoriales del continente donde se publicaban las traducciones de la mejor literatura y los libros de filosofía y ciencias sociales del momento. Con esos amigos recorríamos la ciudad rodeada de montañas mágicas compartiendo ideas, libros y escritos y entre ellos figuraban los números de Aleph.
Desde entonces a lo largo de estas décadas, desde distintos lugares del mundo donde he vivido, he continuado esa relación de afecto y admiración para con el humanista Carlos Enrique Ruiz. Casi siempre, cuando regresaba a mi ciudad natal y llegaba al aeropuerto de La Nubia, me encontraba por azar con él cuando acudía al lugar para recibir a alguna figura del pensamiento colombiano a quien invitaba a participar en la cátedra de la revista y pienso ahora en dos: el gran humanista Germán Arcinegas, que casi centenario seguía debatiendo con los jóvenes historiadores y Álvaro Tirado Mejía, quien hace parte precisamente de esa generación que revolucionó la historia y las ciencias sociales a partir de esa década fértil de los años 60 en que cursaban los estudios universitarios.
Esa labor pedagógica desde Manizales y la lealtad a la ciudad natal me parecen admirables. Porque al iniciar la revista bajo la impronta de Albert Einstein y Jorge Luis Borges, Carlos Enrique Ruiz sabía muy bien que todos los amigos de ALEPH y él mismo estaríamos siempre saltando sobre las cuerdas del espacio-tiempo, o sea en el centro y en la periferia de manera simultánea, en el más alla y en el más acá, en lo más alto y lo más profundo, en "el punto que contiene todos los puntos del universo", equidistantes en las circunferencias y los rectángulos móviles de la cultura, el arte, el saber, la ciencia, el amor por la naturaleza, la tolerancia y el debate.
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