El bar Chez Georges, fundado en 1952, es una cápsula de tiempo detenida en los años del existencialismo y las doradas décadas 60 y 70 de la contracultura. El inconfundible portalón rojo se abre este día de agosto cuando se supone que está cerrado por vacaciones hasta el 1 de septiembre y aparece allí la figura del nieto del inolvidable viejo Georges, un joven de 50 años de barba, rozagante, amable y generoso que guarda como en los tiempos bíblicos el gesto de la hospitalidad.
Ya está acostumbrado desde niño a ver llegar al bar de su finado abuelo
hombres y mujeres de todas las generaciones que van y vienen a veces desde el otro lado del mundo para recuperar por instantes, al calor de los vinos de marca Chez Georges, el tiempo perdido de su juventud, las horas felices del amor vivido entre el bullicio estudiantil y bohemio que ha poblado estos estrechos muros desde hace ya más de seis décadas. En las largas noches de invierno, comparten de igual a igual los viejos veteranos ya encanecidos y los jóvenes que cada año llegan a engrosar las filas de las famosas academias del barrio latino.
El nieto acaba de despedirse de su amigo el hijo de Catherine Deneuve y Roger Vadim y de pie en sus botas de cuero mexicanas cuenta esa memoria de visitantes que aparecen de repente y lloran o ríen de felicidad al constatar que nada ha cambiado, que Chez Georges tiene las mismas mesitas de vieja madera, los mismos largos butacones de color ocre adosados a los muros, la serie de pequeñas fotografías colgadas en las paredes donde se ve a jóvenes cantantes que dieron conciertos en la cava medieval cuyas piedras milenarias exudan aires de existencialismo y jazz, o emiten la voz de esa diva espigada que fue y es Juliette Grecco, amada por Sartre, Beauvoir y Boris Vian y por toda la contracultura de esos tiempos de rebeldía después de la guerra.
De jovencita, su madre, hija del viejo Georges, ahora de 80 años, trabajaba en las noches en el famoso bar latino La Escala de la rue Monsieur Le Prince, donde cuenta la leyenda que García Márquez y el artista plástico Soto cantaban y tocaban guitarra y maracas por unas monedas o tal vez por pura diversión. Además nos sorprende con la noticia de que la abuela tiene 100 años y todavía está ahí transcurriendo campante por los lustros iniciales del siglo XXI.
Porque los miembros de la familia ampliada del viejo George viven cerca unos a otros en casas o apartamentos situados en esta manzana histórica que delimitan las calles Cannettes, Mabillon, Guisarde y Christine, lo que ha posibilitado la sobrevivencia del sitio, cuando muchos otros lugares cercanos han desaparecido para dar paso a tiendas de lujo, restaurantes de diversas gastronomías, joyerías, perfumerías y sedes de negocios de alta costura o artesanías.
El nieto de Georges evoca a todos los exiliados que han sido felices en este lugar y lamenta la desaparición de las dos librerías hispanoamericanas del barrio. Cuando yo era estudiante en los 70 me acuerdo que llegaban al lugar refugiados españoles prófugos de la dictadura de Franco, hombres de izquierda clandestina, comunistas, anarquistas, socialistas que contaban sus historias. Y tras ellos nuevos exiliados latinoamericanos que huían de las atroces dictaduras, chilenos, uruguayos, argentinos, que encontraban escucha en el inolvidable barman Jorge, quien trabajó ahí por más de tres décadas y terminó siendo parte de la familia ampliada de Chez Georges.
Todo esto viene a cuento ahora que llegamos al sitio a filmar para Canal Capital de Bogotá con Zeher, Anabella, Angélica y Florentino, dirigidos a distancia por Lisandro Duque, apartes de un documental que le sigue los pasos a García Márquez en sus tiempos de vacas flacas y vacas gordas parisinos, mexicanos, colombianos y barceloneses.
Esta cápsula de tiempo nos muestra cómo pudo haber sido la vida de ese muchacho flaco, costeño y genial en los tiempos del invierno, el mismo que tres décadas después era invitado por François Mitterrand a su posesión y al año siguiente obtenía el Premio Nobel. Y el nieto de George cuenta de nuevo emocionado que su madre conoció bien a ese muchacho y a otros bohemios latinoamericanos en el bar la Escala cuando ella tenía solo 20 años.
Y mientras brindamos el vino de la casa, el anfitrión nos recuerda que ahí venía en las tardes el gran cineasta chileno Raúl Ruiz, en alguna de cuyas películas actuó el hijo de Catherine Deneuve, que media hora antes se despidió de su amigo y vecino el nieto de Georges, el fundador cuya foto cuelga en la pared de un bar que ojalá nunca desaparezca, porque con ello se difuminaría la voz de seis décadas de generaciones llenas de amor, amistad, sueños e ilusiones perdidas y ganadas.
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