Hay que celebrar con entusiasmo las imágenes recientes de La Habana, donde el presidente colombiano Santos y el líder de las Farc se estrecharon la mano, apuntalados por el anciano mandatario cubano Raúl Castro y representantes de Estados Unidos, la Unión Europea, el Vaticano y la comunidad internacional, porque ellas son testimonio de un acontecimiento histórico.
Los colombianos estábamos acostumbrados a la vociferación, la injuria y el odio y parecíamos condenados como esos pueblos malditos de los libros sagrados a la danza permanente de sangre, decapitaciones, cortes de franela, descuartizamientos con motosierra, crepitar de balas sicariales y traqueteo incesante de bombas y metrallas.
Tal era el destino marcado por nuestros ancestros desde los tiempos de la conquista, la colonia, la patria boba, la guerra de los mil días y la violencia liberal-conservadora. Extraño país este donde nacimos, retazo de regiones disímiles y etnias dispersas y marginadas, donde las clases dirigentes, protegidas por sus hombres de mano, viven en territorios cerrados como búnkeres y, cual avestruces, tratan de ignorar la realidad de la llamada infame turba de tugurios, campos y calles desoladas de ciudades y pueblos.
Siempre ha reinado la atroz desconfianza de las clases y de los estratos que semejan a aquellos cuadros coloniales donde se especificaba la compleja red de matices raciales, que iban desde el blanco hispano puro, castizo y católico hasta los más oscuros colores mestizos de indios, negros, zambos, mulatos y otros calificativos de discriminación y relegamiento.
En ese mundo crecimos y cada nivel se sintió superior al de más abajo y con derecho a humillarlo y a discriminarlo por medio de códigos de lenguaje, vestimenta y mirada o ausencia de ella como en los casos de los más odiados Apartheid.
Los matices se daban en las altas esferas y sus clubes cerrados, en las clases medias con sus apariencias y prejuicios, en las clases bajas e inclusive en el inframundo de miserables que mueren desde hace siglos de hambre o enfermedad bajo las canículas costeras o fluviales, en deslizamientos de tierras andinas o vegetan en mercados, leprosarios de facto y prostíbulos generalizados donde se vende la carne de sus hijas y se envía a los muchachos a la guerra a morir para proteger a los señoritos.
Se debe comprender entonces que desde el fondo de ese horrible mundo dejado por la colonia y perpetuado por las clases dirigentes colombianas surgió un ejército de calibanes de todos los matices, hijos de jornaleros, sirvientas humilladas, obreros hambreados, zapateros, pequeños artesanos, gente sin rostro, zarrapastrosos, mocosos, proletarios para quienes el tiempo no existe y cuyo empecinamiento guerrillero y violento fue la única alternativa porque nunca hubo otra.
Toda esa gente alzada en armas, rebeldes, hijos de sirvientas y peones nunca tuvieron rostro, no tenían derecho a una mirada y jamás tuvieron otro nombre que los apodos y alias que los castrenses les ponían con el desprecio que se trata siempre a los inferiores, antes de exterminarlos a bala o machete en tiempos de chulavita o acribillarlos en bombardeos cada vez más perfeccionados desde los tiempos de las guerrillas del Llano, Marquetalia, Planadas y la Casa Verde, hasta los más recientes, donde se usó la tecnología de punta y sus terribles deflagraciones.
Tuvo el mundo que cambiar en estos primeros lustros del siglo y darse la confluencia internacional actual con un presidente Barack Obama y un papa Francisco innovadores, aplicados a cerrar viejos conflictos inútiles para enfrentar nuevos y feroces, tuvo que llegar el momento en que Cuba y Estados Unidos se acercaran y John Kerry izara la bandera estadounidense en su embajada de La Habana tras 60 años de odio, para que la rancia guerra colombiana encontrara por fin el primer derecho a una fotografía histórica.
Trinen quienes trinen sus letanías de sangre, ladren quienes ladren sus repetitivas consignas anacrónicas de guerra fría, justo es reconocer que lo ocurrido en La Habana entre Santos y Timochenko esta semana es historia como la que mucho tiempo después se leerá en los manuales.
El presidente de la más rancia oligarquía estrecha la mano de la hiena, el forajido nativo de Calarcá que se expresa bien y desempeña correctamente el papel encomendado bajo la mirada atenta de la comunidad internacional y la bendición del papa. Algo nunca visto en este país de empecinamientos y que ni siquiera imaginó García Márquez.
Es la obra sorprendente del sobrino nieto del finado expresidente Eduardo Santos, quien pertenece a una de las familias reales colombianas y desde muy joven fue funcionario en Londres por designio del “compañero jefe” Alfonso López Michelsen. El presidente actual hizo política taimada como Fouché bajo todos los regímenes colombianos recientes y después supo dar el viraje necesario y sortear todos los obstáculos, hasta casi una derrota electoral de la que fue salvado por la izquierda, y logró cumplir el sueño propio de no ser otro presidente más en la lista de nuestras nulidades, sino uno que hizo historia.
La generación de guerrilleros negociadores que observaban el acto, quienes podrían ser hijos de Tirofijo, también hacen historia. Hijos de la era internet, viajeros, conocedores de la jungla y las lejanas capitales, estos hombres saben que cierran un capítulo porque no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista.
Los más terribles generales y reyes de la antigüedad firmaron pactos con sus enemigos, Stalin con Churchil y Truman, Nixon con Mao Tse Tung,
el general vietanamita Von Giap recibió al exprisionero del Vietcong John McCain, Mandela y los blancos pactaron en África del Sur, Estados Unidos y las potencias firmaron hace poco un acuerdo con el archienemigo Irán.
Ya era la hora de que en Colombia una generación beligerante hiciera un gesto histórico. Cerrar un capítulo no significa que termine la violencia porque los enemigos de la paz son muchos y tratarán de sabotearla a toda costa. Pero terminar un conflicto es el mejor regalo que se puede hacer a los jóvenes colombianos de hoy, que no tienen velas en este entierro iniciado por sus bisabuelos hace tiempo.
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