Con absoluta seguridad, no van a ser suficientes los 1.460 días del cuatrienio 2014-2018 para que el candidato ganador de las elecciones presidenciales del domingo 15 de junio pueda dar cabal cumplimiento al rosario de promesas hechas a los electores a lo largo de la extenuante campaña que, por fortuna, llega a su parte culminante.
Como suele ocurrir en el país más esquinero de América Latina, el surtido de promesas incumplidas tiene principio, pero carece de fin. El político engañador ofrece el oro y el moro, a cambio del voto: plena paz, empleo a granel con sueldos decorosos y absoluta meritocracia; salud para todos, educación gratuita, seguridad en campos y ciudades mediante el aumento de fuerza pública; vivienda popular para los más pobres, sin cuota inicial, ni cuota final; autopistas, túneles, puentes y carreteras; vertiginoso crecimiento de la economía, reducción de la pobreza, un aumento anual del salario mínimo por encima del 5 por ciento; desaparición del robo de celulares y del criminal paseo millonario y 100 etcéteras más.
Sin hacer sumas, restas, ni ponerle calculadora a las costosas promesas, es predecible que tampoco alcanzarán los multimillonarios presupuestos estatales de los cuatro años (que se devorará la insaciable burocracia) para financiar la ejecución de las obras de infraestructura ofrecidas a lo largo y ancho de la geografía colombiana por los aspirantes al solio bolivariano.
En el menú de augurios hechos con propósitos electorales también se le pica arrastre a los ciudadanos que sueñan con que se acaben la guerrilla, el narcotráfico, el paramilitarismo, la corrupción, el clientelismo, el tráfico de influencias, los carruseles de la contratación, los secuestros, la extorsión, las interceptaciones telefónicas y el espionaje a las redes sociales; el servicio militar obligatorio, las Cortes ajenas a la politiquería; los paros que bloquean las vías troncales; un Congreso Nacional capaz de expedir las inaplazables reformas a la salud y a la justicia que colapsaron en el gobierno santista y de ñapa: que se termine el Aeropuerto de Palestina.
Todo este sartal de ofertas se les hace a los habitantes de un país desesperanzado a través de una clase política que empeña la palabra con la misma facilidad con que cambia de camiseta partidista, en un mitin, o de carrizo en la sala de su casa.
El deporte no es ajeno a la socorrida estrategia de los palabreros incumplidos. A pocos días de la apertura de la Copa Mundial de Fútbol Brasil 2014 recordemos que los promeseros también pululan en el fútbol profesional colombiano. Para la muestra, un botón: El técnico que acaba de ser contratado -aunque viene de fracasar en otro club- garantiza en sus primeras declaraciones que hará campeón de la liga a su nuevo equipo y se compromete, además, a ganar la codiciada Copa Libertadores de América que para nosotros solo han conquistado el Atlético Nacional y el Once Caldas.
La apostilla: La definición de estupro -salida del magín de un anónimo escribiente de algún juzgado penal municipal- es la campeona para retratar al prometiente autor del engaño o persuasión: "Prometer hasta meter y después de haber metido, no cumplir lo prometido".
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