Tenía una tía, unos años mayor que mi papá, que vivía en el apartamento contiguo al nuestro, en el edificio de La Esponsión. Un día, a raíz de los festejos con que se celebró el Nobel de literatura concedido a Gabriel García Márquez y a los comentarios de la "gente de bien" acerca de lo pornográfico de sus libros, y del comunismo agazapado en el contenido de los mismos, hicimos un acuerdo consistente en que yo le leería en voz alta, todos los días, después del almuerzo, a la hora de la siesta Cien Años de Soledad; ella, en contraprestación, sin escatimar nada de lo que le viniese a la memoria, me referiría todas las asociaciones que le suscitara nuestro viaje a Macondo.
Así empezó a tomar cuerpo un paralelo riguroso entre el desarrollo de Manizales y el proceso de urbanización de aquel poblado, construido más allá de los confines del mundo conocido hasta ese entonces, el cual fue develado ante nosotros mientras mi tía en silencio, aperada con una aguja de crochet comenzó a tejer un mantel de millones de "solecitos"que en aquel momento parecía imposible.
Aparecieron ante nosotros los colonos con sus recuas de mulas naufragando en los vericuetos de la cordillera central, más tarde los alemanes, los judíos, los "Pietro Crespi" italianos que vinieron a estas tierras como arquitectos, cocineros o cantantes de las óperas de Verdi, la odisea del cable aéreo y la llegada de la primera locomotora con su ruido infernal que había atravesado montañas para ese entonces todavía "incultas", los primeros "conjuntos cerrados" construidos por los gringos de las bananeras para encerrarse, la segregación y la pobreza, vimos desfilar los gitanos con sus trajes multicolores y su sensualidad y nos pusimos arrozudos con la matanza de las bananeras mientras revivíamos la guerra interminable de los mil días, oímos del sexo sin tregua para, entre otras cosas, proveer de mano de obra la empresa colosal de la colonización.
Contemplamos absortos las intimidades de nuestra familia común, con generales, mujeres de ternura escondida, laboriosas como las que más, capaces de enfrentarlo todo y no dejaron de sorprendernos aquellos parientes remotos que atravesaron el mar de los caribes para aprender el arte de las buenas costumbres y el juego de Baccarat, mientras remitían desde el viejo mundo, manteles de Brujas y escaparates tallados en cedro negro del Líbano.
Es la universalidad de García Márquez la que le confiere su valor, es la vida de Colombia con toda su historia de violencia, de sensualidad, de segregación y de burocracia estéril la que se describe en estas páginas maravillosas, no es ficción, no hay en sus palabras una sola frase, un solo evento, una anécdota que se aparte siquiera una coma de la realidad.
Una vez habíamos llegado un poco más allá de la mitad del libro no hubo más comentarios, ni tentempiés, ni idas al baño, ni nada. Una emoción intensa nos embargó a los dos, estábamos asistiendo casi con devoción a nuestra propia historia, la veíamos pasar como quien asiste por primera vez a un cinematógrafo, o se sumerge en las intimidades de un sueño, teníamos la oportunidad de preguntarnos tantas cosas acerca de nosotros mismos. ¡Bien valió la pena tratar de encontrar en aquella historia las claves que nos permitirán reinventarnos una y mil veces más!
Terminada la lectura de Cien Años de Soledad, mi tía le dio descanso a la aguja de tejer, había avanzado como nunca antes en la factura de su mantel de "solecitos", nos miramos conmovidos como si fuéramos portadores de un secreto que solo conocíamos los dos, habíamos entendido el porqué de tantas cosas y juramos en silencio que tendríamos esta vez sí, una segunda oportunidad sobre la tierra.
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