Manizales para mí es un encanto. Hoy escribo desde aquí, con el corazón bien apretado, no solo por saber que la dicha durará solo el fin de semana y el lunes ya estaré en Bogotá, sino porque Manizales me aprieta el corazón, siempre, y me duele, a veces. Hoy pensaba escribir algo sobre la tragedia de las puercas gafas que ahora tengo que usar para ver y nunca encuentro, y me siento aquí con la vista de esta ciudad al frente y por la ventana de la cocina se cuela la música de un radio con un volumen más bien íntimo -como para quien cocina o plancha- y se oye a Lolita Flores: si me amaras, si hubiera una chispa en tu alma para iluminar mi esperanza entonces sería feliz, si me amaras… y empiezo a ver sin gafas, no de cerca, de muy lejos, con los ojos del pasado que me abren los sentidos y me llevan a sentirme de doce años, ya enamorada de un amor imposible.
Imposible porque a los doce nadie se enamoraba como yo.
Tampoco voy a decir que fue por culpa de Manizales pues qué culpa va a tener de que haya nacido enamorada, pero alguna responsabilidad ha de tener en que haya sido una niña precoz. A los ocho años, en el colegio Santa Inés, me tatué en una rodilla la letra del nombre de mi amado; primero la delineé rasgando mi piel con la punta de un compás y luego la repinté con un lapicero, incisiva, compulsiva y repetidamente. También a los ocho hice la primera comunión y mi mamá me pilló fumando en la fiesta con unas amiguitas en el balcón de mi casa en Palermo. A los doce ya había llorado mis ojos por amor y aunque incipiente, ya conocía el hondo vacío del desamor y la perversa manera que tiene de hacernos sentir vivos envueltos en su cobija sensible de emociones sin control.
Si mi papá hace 44 años buscando un puesto en un periódico de Bogotá se lo hubiera encontrado en Pasto, creo que yo sería distinta. Pero se lo consiguió en Manizales y aquí vinimos a dar. Yo tenía tres años, y para las que me están haciendo cuentas y creen que es falso porque ya tengo 50, les recuerdo que fui madurada biche y era la más chiquita de la barra, aunque no pareciera. Y aquí me crié, y aquí amé, y fui feliz, y lloré, y me hice quien soy. Para bien y para mal. Y creí morir cuando regresamos a vivir a Bogotá a mis catorce años, y desde entonces Manizales se me volvió un nudo en el alma. Soñaba con venir de vacaciones y justo antes del viaje me enfermaba, me daban fuegos en la boca, se me bajaban las defensas. Y llegaba aquí a vivir todo lo que me había perdido pero me iba más perdida con todo lo que había vivido.
Después de un tiempo no quise volver. Aquí nadie me quiso, nadie me quiere ni me va a querer, pensaba, y me dediqué a romper corazones en Bogotá donde sí me querían. Tal vez si a mi papá le hubiera salido el puesto en la Costa y la música que se colaba por las ventanas fueran unos vallenatos bien bacanos, yo no tendría esta cursilería de Ondas del Nevado aún impregnada en el alma y hubiera crecido menos enamorada y hubiera sido otra Carolina tal vez, y si hubiera una estrella en tu cielo para compartir mi deseo de estar siempre cerca de ti, volvería a conocer la alegría que hace tanto tiempo perdí.
Mis papás volvieron, mis hermanas están aquí, y todos felices. Yo no. Estoy allá, y allá también soy un bicho raro, lo que pasa es que no se nota tanto, porque nunca sonreiré si no es contigo, no puedo, no quiero vivir sin tu amor. Viviré para esperar que me sonrías, de noche, de día, con esa ilusión, que me amaras.
Manizales para mí es un canto. Y cuando dejes de dolerme, o así nunca lo hagas, algún día volveré a ti, y no a morirme. Volveré a darme el lujo de hacer siesta después de almuerzo y a vivir despacio, sin olvidarme que soy Carolina Enamorada, y a agradecerlo, porque al fin de cuentas he vivido, y lo bailado, nadie me lo quita.
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