Colombia ha caminado las trochas de varios procesos que dicen buscar la paz. Todos han dado al traste, en buena medida porque las intenciones de paz de verdad, han sido siempre de mentiras.
Precisamente por eso tenemos la obligación moral y la oportunidad histórica, para que todas las farsas que le han antecedido no se repitan, para que los miles de millones gastados en las fanfarrias pacifistas que llegan a ninguna parte, no vuelvan a pasar. Buena parte de la credibilidad que tienen estas conversaciones, se la debemos, sin duda alguna, a que están en manos de un hombre decente y honesto: Humberto De la Calle Lombana.
Pero el camino de la paz es empinado, es espinoso, está lleno de obstáculos y rodeado de muchos francotiradores que desde la legalidad o desde la cloaca de la ilegalidad, se parapetan a lado y lado del sendero, para torpedearlo, para hacerlo un imposible. Son los grupos políticos que viven de la algarabía en que convirtieron la guerra, solo porque la guerra y sus horrores les producen magníficos, extraordinarios dividendos, en un país en el que la política es tan corrupta, igual, si no más que la insurgencia, y con el caos permanente y la zozobra sin fin, pueden manejar el país como les provoca, enriqueciéndose a sí mismos y enriqueciendo a sus grupúsculos de áulicos, que de esos han reclutado por montones.
Los victimarios son aparentemente conocidos por todos, aunque son tantos, que hay muchos que faltan por conocer, en un país en el que la violencia es una manera de vivir, para los que la convirtieron en una actividad tan lucrativa, como despreciable e infame.
A esos victimarios conocidos hay que darles la cara, enfrentarlos, exigirles la verdad, que la narren sin las artimañas que usan para decirla a medias, tan incompleta, que conduce a limbos de los que no es fácil salir. Confrontarlos y exigirles que cuenten la verdad a secas, al mismo estilo que usan ellos para matar, una verdad a quemarropa, que le aclaré de una vez por todas a las víctimas o a los familiares de las víctimas: ¿Qué pasó con ellas? ¿En dónde están? ¿Cuál fue la razón por la que les volvieron la vida añicos? ¿Qué ganaron con esa violencia? ¿Qué principio revolucionario les permitió, y les sigue permitiendo, arremeter contra la verdadera sociedad civil, a la que con cinismo decían estar reivindicando?
En fin, una verdad que no deje dudas, en la que el agresor saque a la luz pública, todas las purulencias con las que decían estar haciendo una supuesta revolución, que de revolución no tiene nada, que no reivindica el interés general sobre el particular, sino que se convirtió en toda una alegoría a la más sofisticada de las delincuencias, al más despiadado de los terrorismos, al más hipócrita de los carteles de productores y traficantes de drogas, al más cínico reclutador de menores, arrancados de los senos de sus familias desde una infancia que destruyeron, con el más absoluto de los desparpajos y cinismos.
Cuando esa verdad sea conocida por todos, entonces las víctimas estarán en la posibilidad de perdonar. Pero perdonar no es un acto que sale del corazón del que sufrió los horrores de los victimarios. Perdonar pasa por la fase de pedir perdón. Pero pedir perdón, no es solo el acto protocolario que cumpla un articulillo de lo acordado en las conversaciones. Pedir perdón significa demostrar en hechos la vergüenza que se siente por la barbarie cometida, para después, si pedir perdón fue sincero, sentarse a hacer el acuerdo de la reparación. Porque si bien la reparación será siempre incompleta, sin ella el perdón pedido no pasaría de ser una actuación, a la que le pondrían ribetes de tragedia, para seguir solapados con su ritmo de comedia, una comedia que sin reparación es de malos bufos y peores payasos.
Deben los victimarios saber que su lucha es hoy una panacea vana, que sus ideales hacen parte del paleolítico político, que sus acciones demenciales de terror y muerte al por mayor y al detal, son la antítesis de una fuerza armada revolucionaria que trabaja en pro del progreso incluyente, con equidad, sin discriminaciones.
En fin. Tienen que comenzar por entender que para construir la paz, que tanto ansiamos, no pueden destruir el suelo en que vivimos, ni envenenar los yacimientos del agua, esos en los que mucha gente trabaja, de los que deriva su sustento, la misma que nos daña a todos los colombianos, el más precioso de todos los elementos: el agua.
Esperemos que esta paz sea de verdad y no de mentiras, para que Colombia pueda soñar con un futuro mejor. Nos queda el recorrido de comenzar a desarmar a todas las otras organizaciones subversivas, los carteles de la droga, la delincuencia común y la cloaca pestilente de la política y sus mercenarios, los políticos sin escrúpulos.
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