Cuando veo el desorden que se forma en el centro de la ciudad, sobre la carrera 23, recuerdo esas primeras ferias cuando la gente caminaba por la calle sin ningún obstáculo, aunque también había muchos vendedores ambulantes de esos que persiguen los festejos para ofrecer sus productos.
El que vende sombreros de todo tipo y carga un espejito para que el cliente vea cómo le arma; el de los ponchos, que carga en los hombros varias docenas para que haya de dónde escoger; el infaltable vendedor de algodón de azúcar, quien expone su producto en un palo acondicionado para ello; o ese producto novedoso, el ‘raspao’, que por no ser común en nuestra región causa curiosidad y por ello hay filas para comprar un vaso desechable lleno de hielo raspado con anilina.
Hoy en día, después de tanto tiempo, siguen muchos vendedores similares con los mismos productos, pero acompañados de varios cientos de colegas que convirtieron esa feria callejera en una pelotera que parece la hora llegada. En cada esquina hay un negro de la costa Pacífica con un improvisado fogón y su venta de chuzos, con la condición que todos los negocios son idénticos, lo que permite deducir que son del mismo dueño. Toda la vía, columna vertebral de la ciudad, se convierte en una inmensa caseta donde el trago, la fritanga y la música a todo timbal compiten por atraer clientela.
Otra cosa que ha cambiado para mal, es la seguridad. Porque mientras ahora debe salir la gente prevenida para que no la roben ni la engañen, en la época de mi primera infancia los peligros eran mínimos. El primer espectáculo al que asistí con mis hermanos, yo apenas con seis añitos, fue un antojo porque la publicidad lo hacía ver muy provocativo. Se llamaba Los Monstruos de Hollywood y lo presentaban en un local en los bajos del Club Los Andes. De manera que mi mamá nos dejó allá recomendados con el portero, para pasar a recogernos media hora después cuando terminara de hacer unos mandados.
Paró el carro ahí en la calle 24 y nos apuró para que nos bajáramos, para quedar bajo el cuidado del portero que al mismo tiempo era quien vendía las boletas y manejaba la registradora. Por lo tanto el encarte con esos cuatro mocosos era evidente, y eso que no había sucedido lo que nunca imaginó. Después de entregarnos a cada uno la colilla de la boleta, nos hizo pasar el torniquete a los empujones; quedamos los cuatro en un pequeño recinto, a oscuras, y adornado con telarañas, murciélagos y calaveras, hasta que apareció el primer monstruo que salió a asustarnos.
El terror que nos causó es indescriptible y enseguida empezamos los cuatro a berrear en coro, mientras con toda nuestra energía nos abríamos paso contra la corriente de gente que apenas iniciaba el recorrido. Al fin vimos luz al final del túnel y al querer salir, el tipo, bastante ofuscado, dijo que ni riesgos, que ese torniquete no podía devolverse y por lo tanto debíamos dar toda la vuelta. Con más ganas chillábamos y en cuatro patas tratábamos de salir, pero el guache lo impedía a las patadas. Por fortuna tuvo éxito nuestra insistencia y el pobre tipo no sabía qué hacer con nosotros, hasta que por fin apareció mi mamá que se puso como una fiera por el fracaso del operativo.
Para rematar, insistió en que le devolvieran la plata de las boletas porque los niños no habían disfrutado del programa. A quién se le ocurre hoy en día dejar unas criaturas recomendadas con un portero.
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