Calculo que fue en 1962 cuando mi papá decidió construir una casa en el barrio La Camelia, el cual estaba recién urbanizado por mi familia materna. Vivíamos entonces en el barrio Estrella y en vista de que esa casa se vendió rápido, nos vimos en la necesidad de conseguir una en alquiler mientras entregaban la que estaba en obra. Con el fin de ahorrar durante esa transición mi padre buscó una finquita cercana a Manizales para radicarnos en ella, ya que el costo en el área rural era mucho menor que el que cobraban en la ciudad. Aunque a mi madre no le sonó la idea, él la convenció con el argumento que ese ambiente es muy sano para los niños y que además el tiempo pasa volando, y muy pronto estaríamos empacando los corotos para radicarnos definitivamente en la nueva casa.
Después de ver varias opciones encontró la finca La Cecilia, propiedad de don Javier Mejía, localizada exactamente donde queda ahora el barrio Molinos del Viento, arriba de Confamiliares de San Marcel. La carreterita de entrada partía de donde está hoy en día la clínica y desde la vía principal solo se veía un quiosco que había en el filo, lugar ideal para disfrutar de una bellísima panorámica, mientras que la casa estaba construida en el terreno más plano. Era un lugar muy agradable, rodeado de bosques y potreros, con mucha fauna silvestre e infinidad de manantiales que bajaban de la montaña.
En esa época el vecindario se reducía a unas pocas fincas y casas campestres. Enseguida quedaba la casa de La Alambra y a todo el frente, San Marcel de don Gerardo Safón (de ahí el nombre del sector); en la intersección donde estaba la desviación que lleva al aeropuerto La Nubia existía un retén, con su guadua correspondiente y una caseta prefabricada de asbesto cemento. De ahí rumbo al páramo solo existían algunas casas campesinas hasta llegar a la vereda Maltería, y hacia Manizales, lo más cercano era la finca Villa Luz de misiá Ema Restrepo, prima de mi mamá; enseguida el Club Campestre que pasó a convertirse varios años después en el Bosque Popular; y al frente la entrada para la finquita del doctor Rafael Henao Toro. En ese tramo de la vía funcionó una báscula para camiones y su caseta abandonada estuvo ahí durante mucho tiempo.
Para nosotros fue una fantasía el tiempo que vivimos allá, aunque durante la semana madrugábamos mucho para poder llegar a tiempo a estudiar y como era de esperarse, el agua caliente era bastante deficiente y por lo tanto el frío nos calaba hasta los huesos. A las siete de la mañana arrancábamos para Manizales y después de repartirnos en los colegios, mi mamá seguía para el centro a llevar a mi papá al trabajo, luego hacía los mandados pendientes y terminaba su periplo en la casa de la abuela. A mediodía y al final de la tarde repetía el ejercicio y por lo tanto terminaba el día rendida.
Llegaba el fin de semana y a pesar de ser tantos hermanos, acostumbrábamos invitar amigos y familiares de nuestra edad para formar un combo de maravilla. Las entretenciones eran muchas y lo primero que planeamos fue fabricar un carro en el que pudiéramos echarnos a rodar por la carreterita destapada que bajaba hasta la vía principal, pero como no podía ser de balineras, conseguimos unas llantas de las que tenían los coches para bebé de la época y el velocípedo quedó del carajo. Nos montábamos varios en el cacharro y al coger velocidad era seguro que perdíamos el control e íbamos a parar al fondo de una cañada.
El agua para el consumo era tomada de un tanquecito construido en una quebrada que había más arriba, de donde salía una manguera que llevaba el líquido hasta la casa; era común que se suspendiera el suministro y mi mamá nos mandaba a revisar qué pasaba en la improvisada bocatoma. Como no existía el agua embotellada, en el comedor había un inmenso filtro elaborado con recipientes de barro que contenían carbón, arena y gravilla, y ese era todo el tratamiento que necesitaba el líquido procedente del manantial. La leche la tomábamos cruda, ordeñada en el corral aledaño a la casa, y nunca tuvimos problemas gástricos.
Los domingos mi mamá nos preparaba un buen fiambre y salíamos en patota a recorrer los alrededores; subíamos hasta la vereda Bellavista, arriba del Cerro de Oro; nos bañábamos en calzoncillos en la quebrada Manizales, lógicamente sin permiso; visitábamos los alrededores del aeropuerto para robar frutas en las finquitas del sector; íbamos y veníamos al Club Campestre; tirábamos cauchera, correteábamos gallinas y demás travesuras por el estilo.
También acostumbrábamos construir chozas en medio del monte pero teníamos el inconveniente que el agregado tenía prohibido prestarnos el machete. Entonces le ordenábamos a mi hermano Fernando, un año menor que yo, que se trepara a un palo de arboloco hasta que llegara bien arriba, luego empezábamos a maquiar el árbol para que se reventara y cuando sucedía, el mocoso caía como una guanábana; seguramente ahí fue que empezamos a llamarlo Ardilla.
Lástima que la dicha duró poco porque mi mamá se jartó de pasarse todo el día en ese carro volteando como un ringlete.
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