He hablado en varias ocasiones de los errores que se cometen en la escuela; he planteado la posibilidad de adelantar una investigación juiciosa al respecto y cuyo objetivo sea precisar los yerros que se han cometido en ella y tienen como responsables a maestros y directivos. Bastante se ha escrito acerca de los desaciertos de los estudiantes, de sus pilatunas, de sus imprudencias, de sus ingenuas y "estúpidas respuestas" y, en general, de sus transgresiones a los manuales y reglamentos.
Pues bien, me parece interesante hacer un recorrido juicioso por la historia de la escuela y compendiar el anecdotario de hechos y desaciertos de la otra parte, de la que lidera la acción pedagógica y que regularmente es invulnerable al error o a la equivocación. Con seguridad nos encontraríamos con una interesante lista de aspectos tales como gazapos temáticos, promesas incumplidas, sanciones desproporcionadas, trampas en la evaluación, sanciones injustas, premios no entregados; estos por no mencionar otros que atentan contra la moral, la ética y la idoneidad, que si bien se han presentado en el escenario de la escuela, son de responsabilidad personal y comprometen solo a quien los ha protagonizado y no a la institución escolar. Por supuesto, no dejo de lamentar que ello suceda.
En fin, quiero expresar que quienes lideran la acción pedagógica en la escuela tienen, así como sus estudiantes, una carga importante de responsabilidad en los desaciertos que rondan la cotidianidad escolar, hecho que debe reconocerse, evaluarse y enmendarse.
Solo con propósitos ilustrativos refiero esta anécdota real para que veamos la proporción que pueden alcanzar los yerros a los cuales me refiero en esta ocasión, y que muchas veces, si no en todas, por ser responsabilidad de directivos o de docentes no se les otorga la debida importancia. En uno de los colegios privados de la ciudad, se prometió un portátil al mejor bachiller, dicho premio fue anunciado públicamente por el rector desde comienzos del año lectivo en reuniones de padres de familia y de estudiantes. Esa motivación se mantuvo durante todo el año y era recordada permanentemente por profesores y directivos ante la comunidad. Efectivamente, al finalizar el año y después del cierre de las evaluaciones académicas y de los comités encargados de otorgar los premios, se concluyó que el joven Manuel Steven (nombre ficticio) era el ganador de dicho galardón, dados sus excelentes logros. En la ceremonia de proclamación de bachilleres este joven recibió, simbólicamente, de manos del arzobispo de la época, la credencial de garantía del referido premio, pero sucedió lo impensado, transcurridos varios años aún no se ha hecho efectivo el mismo; excusas van, excusas vienen, y lo último manifestado por el presbítero rector del colegio fue sostener que dicho premio había sido ofrecido por un benefactor que nunca cumplió y, por lo mismo, se salía de sus manos y de la responsabilidad de la institución. Surgen de esta situación varias reflexiones:
¿Qué mensaje queda en los jóvenes cuando son víctimas de engaño por parte de los adultos y precisamente de sus maestros?
¿Estarán los jóvenes en condiciones de hacer el debido discernimiento entre las lecciones del aula y estas prácticas de la realidad del comportamiento humano?
¿Cómo se vulnera la confianza y la credibilidad cuando los actos de los adultos comprometen los legítimos intereses de los jóvenes?
Dejo ahí esta reflexión que solo busca que todos los actores de la escuela valoremos nuestro comportamiento, que observemos con delicadeza y sumo respeto la idoneidad en nuestros actos y la misma coherencia e identidad que procuramos en nuestras lecciones, firmen fielmente nuestros actos, máxime cuando en ellos están comprometidos nuestros estudiantes.
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