Al salir de una escuela, una madre de familia pierde su bolso, lo cual coincide con la salida de un buen número de estudiantes. Esto hace que para ella el hecho sea imperceptible. Dos chicos se encuentran el bolso y en la calle preguntan por su dueño. Curiosamente proceden a indagar por su contenido y descubren que, entre otras pertenencias, contiene una suma de dinero. Del mismo hecho se percatan otros tres estudiantes, quienes entre negocio y chantaje les entregan algún dinero del mismo bolso con el fin de que se lo dejen a ellos y se desentiendan de lo hallado. Seguramente que la presión de estos chicos aunada a la ingenuidad de los otros llevó a que aceptaran la propuesta, tomasen el dinero y dejaran en manos de los “nuevos dueños” el futuro de estas pertenencias. Al hacerse las averiguaciones respectivas se descubre que estos tres jóvenes efectivamente se apropiaron de estas pertenencias. Desaparecen los documentos y papeles de interés de la afectada y se distribuyen el dinero, con una curiosa situación: las cuentas no cuadran. Todos lo reconocen y lo aceptan cuando se distribuyeron sus respectivas sumas de dinero, porque queda faltando una parte, como si la distribución hubiese sido por cuartas partes. Los jóvenes se habían ido para un sector de la ciudad donde la familia de uno de ellos tiene un negocio y allí hicieron la repartición, pero no esperaban que el padre les exigiera ser parte del botín: allí estaba precisamente la cuarta parte que faltaba.
La anécdota ilustra hoy la reflexión de esta columna, cuya intención es llamarla atención de la encomiable y compleja tarea de educar. Muchos de nuestros niños y jóvenes llegan a la escuela provistos de una cantidad de experiencias, vivencias, manías y vicios que les proveen la sociedad, la familia, los amigos e incluso sus propios padres. Muchos otros llegan a la escuela porque sus padres encuentran allí el mejor escenario para compartir o endosar responsabilidades de manutención: “Allí les dan refrigerio, almuerzo, uniforme, útiles, es un buen negocio” -dicen algunos. Otros van a la escuela porque sencillamente no hay nada más qué hacer, no hay trabajo, en casa no pasa nada interesante, así que pasar el tiempo en “el cole” es hasta una opción interesante. Algunos, afortunadamente muy pocos, llegan con perversas intenciones, auspiciados por adultos para fomentar negocios de droga o sexo. Y sobresalen aquellos que justifican la labor docente y asisten a la escuela con nobles propósitos, acompañados de sus padres que los animan en ese afán de prepararse para aprobar con suficiencia el gran examen de sus vidas y hacerse seres humanos de bien, orgullo de la sociedad y la familia.
Para reflexionar me gustaría compartir algunas inquietudes: ¿La escuela y sus maestros cuentan hoy con los medios suficientes para una efectiva motivación de sus estudiantes por el conocimiento, a pesar de las causas reales que justifican su presencia en ella? ¿Se justifica que se le asigne a la escuela la responsabilidad en materia de calidad de aprendizajes de sus estudiantes exonerando al Estado, la sociedad y la familia? ¿Son eficaces y suficientes las políticas que en materia de acompañamiento y tutelaje tiene el Estado colombiano para proteger a su población escolar? ¿Las instituciones del Estado encargadas de la protección de la infancia y la adolescencia, cumplen su papel efectivo como guardianes de derechos ante desafíos y agresiones de su propia familia? ¿Cómo formar en valores, en moral y en ética, si los niños andan inmersos en ambientes sociales y familiares que viven de la práctica de lo ilegal, lo clandestino y lo moralmente reprochable?
Con la reflexión de hoy pretendo, por un lado, llamar la atención de toda la comunidad para que valoremos y apoyemos la difícil misión de educar, acompañemos con fervor esta vocación que a decir verdad siempre ha sido difícil, pero que hoy es más abnegada que nunca, no sólo porque antes tenía un mayor reconocimiento, sino también porque, fundamentalmente, los niños iban a la escuela con sed de conocimiento y avidez por aprender; además, la sólida composición de la unidad familiar era garantía de los nobles propósitos del chico en la escuela. Por otra parte, busco llamar la atención de las autoridades, porque considero que la grave crisis y la descomposición de la familia hoy en Colombia no encuentra respuesta en la organización del Estado; no hay quién se ocupe de los hijos que a temprana edad se dedican a la delincuencia, y no hay entidad u organismo que se ocupe de los padres que abandonan sus obligaciones y tiran a sus hijos ala buena suerte. Y así ninguna nación es viable.
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