Hechos 2, 1-11; Sal 104; 1 Corintios 12,3b-7. 12-13; Juan 20, 19-23
«Ven Espíritu divino manda tu luz desde el cielo… luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo. Ven dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos».
Cada palabra de esta parte de la secuencia, es bálsamo, es gozo, es esperanza. Así es el Espíritu Santo. Quien lo tiene, disfruta la vida. Es lo único necesario para llegar a ser plenamente feliz. El hombre se siente vacío si le falta el Espíritu por dentro. Su presencia es el agua que riega en tiempo de sequía y es la sanación del corazón enfermo. Se entiende así por qué Dios nos ha dado el regalo del bautismo, en el cual recibimos el Espíritu Santo: la fe y por ella, la Vida Eterna.
Tener el Espíritu de Dios es llenarnos por dentro de sus dones y sus frutos. Sus dones te ayudan a vivir todos los días: Sabiduría, es decir, amor y gusto por las relaciones sanas y sinceras; entendimiento de la verdad; consejo, esto es, discernimiento, para saber dónde está el mal y dónde el bien, tan necesario para ti y para mí hoy, ya que fácilmente vemos el bien donde está el mal y el mal donde está el bien. Qué tristeza sería, que en la lápida de nuestra tumba fuese colocada una inscripción como aquella deseada para el cardenal Richelieu en el año 1642: “Aquí yace un hombre que el mal lo hizo bien y el bien lo hizo muy mal”. El don de ciencia para usar las cosas según el reino de Dios; la fortaleza, para saber enfrentar el sufrimiento; la piedad, para hacer acontecer las relaciones sanas en la cotidianidad; temor de Dios para no dañar nuestras relaciones con los demás.
Los frutos del Espíritu son: Caridad, donación sincera al servicio de los demás; paz, tranquilidad en las relaciones; longanimidad, ánimo en las adversidades; benignidad, afabilidad con los demás; fe, en el amor al enemigo, establecer relaciones según el reino; continencia, sobriedad y templanza; gozo, complacencia en las relaciones sanas y armoniosas; paciencia, soportar sin alterarse; bondad, apacibilidad de genio; mansedumbre, suave, no enojado (a); modestia, contraria a la vanidad; castidad, orden en la sexualidad.
En el Evangelio de hoy se nos relata que Jesús sopló sobre los discípulos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. Este soplo indica el principio de una nueva creación, una nueva vida que tiene relación con la creación del hombre relatada por el libro del Génesis: “Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente”. Ahora, el hombre viejo, marcado por el pecado, es decir, por todo aquello que no le permite ser capaz de amar, recibe un nuevo aliento de vida, el Espíritu y con él sus abundantes frutos y dones. De este modo puede vivir, puede amar donde normalmente el ser humano no podría amar: al que te hace daño, al que habla mal de ti, a quien te ha engañado, a quien te ha desinstalado o desacomodado.
Hombres y mujeres llenos del Santo Espíritu transforman la sociedad, dan un giro a la historia de la humanidad. Pidamos entonces: “Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos… salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno”.
* Miembro del Equipo de Formadores en el Seminario Mayor de Manizales
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