Si te detienes a reflexionar un poco sobre la historia de tu vida, te das cuenta cómo es grandiosa la misericordia del Señor contigo. Cuántas bendiciones han acompañado tu existencia, desde el don de la vida, hasta hoy, porque naciste desnudo(a) y por lo mismo lo que hoy llevas puesto es ganancia.
¿Sabes que tú, yo, estábamos a punto de morirnos a causa del “desconocimiento de la vida? Mejor dicho, por no “conocer” la fuente de la vida, el “para qué” de nuestra existencia, nos convertimos en hombres y mujeres errantes por el mundo, ¡buscando la felicidad donde nunca hubiéramos podido encontrarla! Es por esto por lo que comenzamos a inventarnos “dioses” y a dar respuestas a nuestros interrogantes ajustadas a nuestro “poco conocimiento”. De ahí que hemos llamado “dios” a todo lo que nos proporcionase seguridad: al dinero, en primer lugar; luego a mi “yo” y por último nos hemos aferrado o “asegurado” en los afectos.
Engañados por el enemigo de Dios —satán, el acusador— llamamos a Dios “mentiroso”, pensando que el límite puesto al ser humano: “Si comes de este árbol morirás” (Gen 3,3), fuese porque “Dios no nos amase”. Y… ¡nos equivocamos gravemente!, porque en tu vida sencilla te das cuenta que si le pones un límite a tu hijo o a tu hija —por ejemplo cuando le dices: “no puedes entrar a la casa después de las 12:00 de la noche”— no es porque le odies sino ¡porque le amas! Pues estás previendo los peligros en la “noche” que pudiesen poner en riesgo la vida del “fruto de tus entrañas”. Cuando pones los límites a la persona que amas, es decir cuando permites que “sufra”, le estás amando, porque le estás preparando para la vida, es decir, para que cuando llegue su sufrimiento —porque le llegará— sea capaz de enfrentarlo y no “suicidarse frente a él”. Aquí está el gran error de los padres cuando exclaman: “Yo no dejo que a mi hijo le falte nada y “todo” se lo concedo, “para que no sufra”…¡como me tocó a mí en mi infancia! Perdona que te lo diga así tan “de frente”, pero, si piensas así: “Estás matando a tu hijo(a)” desde ahora, porque ¡le estás impidiendo que “vea” el verdadero sentido de la vida y que llegue a ser feliz!
Dios,entonces, porque te ama, ha tenido infinita misericordia contigo, entregándote a su propio Hijo y sometiéndolo a la muerte y una muerte de cruz, se ha abajado ante tu “miseria” para que tú pudieras ser libre saliendo de la esclavitud del pecado que es el verdadero engaño, porque te ha destruido la vida quitándote la alegría y haciéndote pasar la vida hasta el ataúd en “sombras de muerte”.
Con la muerte y la resurrección de Cristo, Dios Padre te ha dicho que Te ama, y que no se goza en tu “muerte” sino que desea “tu vida”, tu felicidad eterna desde “ya”; más aún, desde el día de tu “bautismo”, momento en el cual “sopló” sobre ti y te infundió el “Espíritu Santo”, para que, llegando a la madurez de la fe, pudieras ser santo, es decir, el que sabe discernir dónde está el bien y dónde está el mal, ya que “habitualmente” ¡vemos el bien, donde está el mal y vemos el mal donde está el bien! Así como en el ejemplo de la formación de tus hijos, lo que pudieras creer que es un mal para ellos es lo que ¡realmente los llevaría al bien!
Pidamos hoy la intercesión de Juan XXIII y de Juan Pablo II, porque sus vidas han sido claro testimonio de “dónde se encuentra la verdadera felicidad”: En dejarse infundir el Espíritu Santo en la vida y vivir con la claridad que Él produce.
* Miembro del Equipo de Formadores en el
Seminario Mayor de Manizales
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