En nuestra cotidianidad, se percibe un miedo impresionante a la muerte. Sin embargo, cuando conocemos la historia de los mártires, descubrimos cómo desprecian los tormentos a causa de su fe. Esta actitud suscita conversión en quienes habitualmente le rodean; pues aquellos hombres tienen una certeza moral: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará”. Una esperanza cierta posee la Iglesia en la Resurrección de Cristo. Participar en la iniciación cristiana, significa crecer y madurar la semilla que se siembra en el Bautismo.
Para comprender un poco mejor los textos que la liturgia presenta hoy, es importante ir a la mentalidad griega y la del Antiguo Testamento. Una larga herencia de la cultura griega nos lleva a creer que el alma del ser humano es inmortal por su naturaleza. La muerte se considera, por tanto, como separación de los dos elementos que componen nuestro ser: el cuerpo desciende al sepulcro y se corrompe, mientras el alma se libera de la materia y del sufrimiento terreno, subiendo al cielo. Si miramos al Antiguo Testamento, aparece de fondo otra perspectiva, donde el ser humano es toda la persona, la que padece la muerte y se corrompe en el “Sheol”.
Esta visión última no supone que el AT ignore la esperanza de la Salvación; no la ignora, sino que la imagina como futura e histórica.
En los tiempos que preceden la venida de Jesús, esta visión del AT se amplía y se transforma. Por una parte, se precisa que los justos del reino futuro ya no sufrirán la muerte; de otra parte, se agrega que los justos del tiempo pasado retomarán la vida (resucitarán) para participar en la gloria de los salvados del tiempo venidero o futuro.
Para enseñar sobre el modo de la Resurrección, Jesús orienta la visión definitiva como cumplimiento de la promesa: aquellos que resucitarán no vivirán como antes, serán como ángeles que caminarán en la alabanza divina, como “Hijos de Dios” que habrán recibido, en su existencia, el manjar divino, aludiendo a la Eucaristía. De este modo, Jesús, nos introduce en la grande luz de la Resurrección, la cual viene de su Pascua, es decir, del bautismo, donde nos sumergimos en la muerte y resurrección de Cristo para tener la Vida en abundancia todos los días de nuestra existencia: Vivir como resucitados ahora, “hoy”, hasta que “Cristo sea todo en todos” (1 Cor 15,28).
Delegado Arquidiocesano para la Pastoral
Vocacional y Movimientos Apostólicos
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