En la historia de la Iglesia con frecuencia ha surgido una tentación: “sentirse entre los elegidos y en consecuencia despreciar a los que no están dentro del grupo o condenarles”. Dios misericordioso ama a todos, está dispuesto a entregar todos sus dones a quien quiera recibirlos.
El amor al prójimo es lo que nos identifica como creyentes. Y ¿quién es mi prójimo? Aquel que me desinstala y me saca de mi comodidad. Es tu esposa cuando te ha hecho explotar de ira, por una actitud o una palabra; igualmente es tu esposo cuando te hizo lo mismo; es tu hijo, que ante una corrección te enfrentó y faltó al respeto. En fin, se trata del amor al prójimo cuando se vuelve enemigo; esto es lo específico del amor de Dios: “Este es mi mandamiento, que se amen los unos a los otros como yo los he amado”.
Jesús se acercó a los excluidos de su época, a los enfermos de lepra a quienes la sociedad separaba de las demás personas; a los pobres, que por su precariedad económica no tenían posibilidad de participar en eventos sociales o tener acceso a ciertos privilegios dados sólo a quienes tenían sus recursos marcados en dinero.
Hay un grupo grande de personas, que teniendo un bienestar económico suficiente, cuando han sentido un encuentro con Jesús en su corazón, ponen los bienes al servicio del prójimo y su misma vida se vuelve un servicio constante con la sabiduría adquirida mediante el esfuerzo.
Para poder amar así, es necesario tener el Espíritu del Señor. Y la condición para recibirlo es renunciar a la soberbia, al orgullo de creernos más que los demás, poseedores de todos los dones, olvidando que los carismas son “regalos” del Señor para el servicio de los demás. Ya el Bautismo nos incorpora en la muerte de Cristo, para participar de su resurrección. De este regalo se hacen dueños los pequeños, aquellos que al darse cuenta de lo que les hace entrar en la soberbia renuncian a ello: “si tu ojo te hace caer sácatelo; más te vale entrar manco, cojo o tuerto en el Reino de Dios, el cual se le ha revelado a los humildes, a los pequeños, es decir a los que no ponen sus fuerzas en sí mismos y no se creen “dueños” de la verdad, sino que se sienten verdaderos “servidores de Ella”.
El papa Francisco es un claro testimonio de este mensaje. La Verdad y el Amor no tienen fronteras ni rejas que separen. Ellos son, por el contrario, los puentes que unen.
Miembro del Equipo de Formadores en el
Seminario Mayor de Manizales
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