Por ser la Paz un bien supremo, ésta no debe corresponder con posturas ideológicas. El Summunbonum, el sumo bien, refiere la trascendencia y el camino que los seres humanos debemos seguir. Y aunque, como dicen por ahí, la Paz es un camino, también es un fin en sí misma. Corresponde además de ser un derecho, a un estado del alma. Aristóteles repetía su máxima de que todo hombre por naturaleza apetece ser feliz; yo le agrego que también nos apetece la Paz. Una va con la otra.
Recuerdo el poema de Jorge Luis Borges, Los Conjurados, en el que habla de que “en el centro de Europa están conspirando/ (…)/ Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas./ Han tomado la extraña resolución de ser razonables./ Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades./ (…)/ En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe./(…)
Ojalá este poema fuera profético para este país. Y que en un mañana cerca, muy cerca, podamos decir que en el territorio colombiano los ciudadanos conspiramos para ser razonables porque hemos aprendido que, en medio de la diversidad multicultural, tenemos más cosas en común que diferencias.
Quizás esto nos sirva para que comprendamos la importancia del hecho protagonizado por el Comité Noruego al otorgarle el Nobel de Paz al pueblo colombiano, en cabeza del Presidente de la República, Juan Manuel Santos Calderón. Quisiera pensar que la trascendencia de este reconocimiento es la señal de que los ciudadanos merecemos alcanzar dicha felicidad, dicho Summunbonum.
Son seis los latinoamericanos que hemos ganado el Nobel de Paz. Los argentinos Carlos Saavedra Lamas (1936) y Adolfo Pérez Esquivel (1980); el mexicano Alfonso García Robles (1982); el costarricense Óscar Arias Sánchez (1987); la guatemalteca Rigoberta Menchú (1992); y ahora, 2016, nosotros los colombianos. Fuimos uno de los 376 nominados, entre los que figuraron 228 ciudadanos y 148 organizaciones. Como colombiano que anhelo el bien supremo, me siento honrado del Nobel de Paz que nos concedieron. Me parece que así deberíamos sentirnos. Lo dije al comienzo de esta columna: no debe concebirse la paz a partir de posturas ideológicas. No es razonable.
Sigo pensando que la democracia se construye haciendo énfasis en nuestras afinidades. Y para ello, debemos estar juntos. Pienso en el Premio Nobel de Literatura (1981) Elías Canetti, quien decía en su texto Masa y Poder que debemos perder el miedo a ser tocados, como si temiéramos ser contagiados por los otros, por sus sueños y esperanzas, y prefiriéramos estar anclados y agazapados en nuestro pequeño pedazo de vida.
Me parece que la Paz es ese estado del alma en el que la comunión es indispensable. Y la comunión se hace con los otros, reconociéndolos y reconociéndonos en ellos. Los demás son nuestros propios espejos. Cuando nos encontramos en la calle, en el colegio, en el trabajo, en la academia, lo que vemos en los demás es lo que somos realmente. Desde esta perspectiva me atrevo a preguntar si al juzgar a los demás ¿no lo estaremos haciendo necesariamente con nosotros mismos?
Creo que la genealogía de las almas y la nobleza de los ciudadanos colombianos producen una historia colectiva que bien vale la pena contársela al mundo entero. Nuestra generación debe diseñar formas de convivencia que nos permitan estimular lo bueno y lo bello como bienes que nos conducen por el camino de alcanzar el Summunbonum.
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