Es una verdad indubitable que el conflicto armado de mayor duración en América Latina es el que se ha librado contra la guerrilla de las Farc. ¿Resultado?: que son millares de ciudadanos y comunidades enteras quienes han sufrido en primera persona las consecuencias del mismo. Me parece que el Acuerdo de Paz es quizás el acontecimiento histórico, político y económico más significativo desde el asesinato, en 1948, del líder Jorge Eliécer Gaitán. A partir de ese momento, por lo menos dos generaciones de colombianos pisan las huellas de las violencias. Y quiero pensar que este Acuerdo, con las imperfecciones que puede tener (no creo en las paces perfectas), es el comienzo del cierre de una época insurreccional que ha tenido como método la vía armada para tomarse el poder.
Veo el Acuerdo como una herramienta sustantiva para mirar con juicio y responsabilidad los aciertos y desaciertos que todos hemos asumido en distintos momentos de nuestras vidas: nuestros dirigentes políticos, por sus visiones particulares que han hecho que sus programas de gobierno no siempre sean los mejores; la guerrilla, para el caso de ahora, de las Farc (porque no se puede desconocer que son el producto de mutaciones de grupos de resistencia campesina convertidos en guerrillas móviles), por elegir caminos que han terminado por derrumbar los sueños y esperanzas de una vida mejor de cientos de miles de ciudadanos; y nosotros, los ciudadanos de ‘a pie’, por creer que son los dirigentes políticos los únicos responsables de la construcción y fortalecimiento de la democracia. El Acuerdo nos debería unir. Sé que muchísimos colombianos estamos pensando en cómo hacer mejor la tarea. Confío en que nuestros mayores pensamientos y sentimientos estén girando alrededor del futuro de nuestros hijos y de los hijos de éstos. De ahí que me parezca relevante el hecho de que este Acuerdo tenga un enfoque territorial, es decir, que se considere como primordial que los campesinos tengan la esperanza en que se ponga en marcha el plan de infraestructura vial, educativa y sanitaria que se materializará en muchas regiones del país.
Por otro lado, deseo pensar que el premio Nobel de Paz otorgado al presidente de la República, Juan Manuel Santos, es un reconocimiento de la comunidad internacional al sufrimiento de quienes han padecido los horrores del conflicto armado. Me atrevo a pensar que todos estos colombianos deben tener el honor del reconocimiento público de que no merecían la suerte que les tocó. Nadie merece una muerte violenta. El Nobel de Paz es el más claro mensaje para que cese “la horrible noche.”
Por eso creo que las campanas tañen la paz para muchos territorios del país. Estoy convencido de que, no obstante la resistencia de algunos (no creo que sean tantos), los vínculos entre el desarrollo, los Derechos Humanos, la paz y el desarme realmente ganan terreno y una muy amplia aceptación en el ámbito internacional. Quiero iterar que este momento histórico es fundamental para que los colombianos, todos, sin excepción, nos unamos para lograr un desarrollo que permita lograr una mejor calidad de vida. De ahí que sea muy importante entender que es imposible imaginar un desarrollo que esté divorciado de la participación de los ciudadanos. Me parece que éstos deben estar involucrados en cada uno de los aspectos definitorios y esenciales para lograr la cristalización del derecho a la paz y al desarrollo. Todavía más: debe pensarse que en esta etapa de los debates alrededor del Acuerdo, sería un excelente corolario que debe existir para el derecho al desarme como un propósito central para ejercer el derecho al desarrollo.
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