Afirmó el chafarote venezolano que el presidente Santos profirió “las peores ofensas de la historia” contra su país, por decir que la revolución bolivariana se está autodestruyendo y que “No me dejaré provocar y no responderé a payasadas y mentiras”.
El tono de la última alocución presidencial fue más severo, más rígido y con mayor contenido en defensa de Colombia y de los colombianos. Pero deja un sinsabor: a pesar de que las palabras pronunciadas denotan que la taza se está rebosando, los hechos demuestran que nuestro Presidente no desiste en la idea de dejarse manosear por Maduro, su nuevo mejor payaso. ¿Por qué? Porque nada ha dicho sobre el protagonismo de este personaje en la farsa de La Habana y, por el contrario, ha guardado silencio ante el manifiesto apoyo de los terroristas farianos a los despropósitos cometidos por ese dictador en contra del pueblo colombiano.
Si tanto le indigna de verdad que nuestros compatriotas sufran las drásticas persecuciones en el territorio venezolano; si tanto le desespera que nos estén irrespetando a cada momento; si tanto cuestiona las mentiras de su colega vecino; si tanto tiene para recriminar y reprochar; ¿qué hace Maduro todavía como supuesto facilitador en el proceso habanero? ¿Por qué no lo separa de una vez de esa comparsa, y entra a cuestionar también su complicidad con los terroristas, su connivencia con los narcosalvajes farianos y su asilo descarado a los jefes de esa organización criminal? ¿Por qué no denuncia estos hechos ante los organismos internacionales, aunque sea para dejar la constancia, pues está demostrado que su utilidad es ninguna?
Lo delicado de esta situación con Venezuela, en la cual hay una Colombia unida alrededor de la defensa de su dignidad, amerita que el Presidente acompañe la nueva retórica con hechos concretos que se pueden manejar dentro de la diplomacia, y que nos liberarían de una vez por todas de esos vínculos nefastos con el narcoterrorismo venezolano que ha causado mucho daño por su evidente tendencia fariana. Porque seguir aceptando en ese proceso la presencia protagónica de un enemigo alienado, orate y con ínfulas de gran estadista, es aceptar un yugo pernicioso que nos convierte en rehenes de la maldad, la prepotencia y las amenazas permanentes; es aceptar que tendremos que conceder todas las dádivas, las exigencias y los condicionamientos de nuestros enemigos de las Farc, so pena de sufrir más humillaciones y más agresiones de su aliado venezolano.
Nuestro Presidente debe darse cuenta de que se tiene que rodear de amigos, en vez de entregarle más poder a sus enemigos. Y debe liberarse (y liberarnos) de esas cadenas que aceptó desde el momento mismo en que prefirió arrimarse sumisamente a la dictadura venezolana, en detrimento de nuestra dignidad. ¿Que tiene un costo? ¡Claro! Pero, con seguridad, es más costoso seguir viviendo bajo las reglas agresivas, salvajes e injustas de un régimen que nos atosiga, pues estamos además bajando la cerviz para que el enemigo se sacie en ella.
¡Cómo añoramos esos tiempos en los que la comunidad internacional nos miraba con respeto y nos reconocía nuestra tenacidad! Hoy, hay que reconocerlo, esa comunidad nos mira de soslayo y prefiere aliarse en nuestra contra para satisfacer sus propios apetitos. Eran los tiempos de Uribe quien enfrentaba con tenacidad los envites de nuestros enemigos y cumplía con su deber constitucional de preservar la soberanía, sacrificando su propia comodidad y su propia integridad. Eran los tiempos en que nos sentíamos realmente representados por un patriota en el Gobierno Nacional.
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Y antes de que me digan que me estoy contradiciendo por sostener que un triunfo del Centro Democrático en las próximas elecciones sería una catástrofe para Manizales y Caldas, debo aclarar que mi admiración por Álvaro Uribe Vélez por la forma como afrontó durante sus gobiernos los ataques de nuestros enemigos, es indeclinable. Lo que pasa es que el problema del caudillismo es que los seguidores del caudillo creen ser su reencarnación. Y no hay nada más alejado de la realidad. Una cosa es el caudillo y otra, muy distinta, quienes se amparan en su nombre para acceder al poder.
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