Mis primeras peluqueadas me las pagué juntando cajetillas de Pielroja. Al fígaro le pagaba con diez, quince de ellas. Las recogía del suelo, las adecentaba y los que pagan la cuenta con cajetillas. El dinero que me daban para esa faena se iba en mecato.
En reciprocidad, el artesano del cabello me despachaba con un corte que hacía de mí un prontuariado, un sospechoso de todo. Salía de la peluquería con cara de retrato hablado. Pero como yo no conocía la vanidad, el amor ni el olvido, no me preocupaba.
Miles de aguaceros después, conocí a Duvel, mi peluquero caldense. Lo he recordado porque el 26 es el día de estos profesionales estéticos.
Duvel, de Pensilvania, patentó el mejor invento para ser feliz: Se separó "a tiempo" de las tres mujeres que tuvo. Luego se convirtió en su mejor amigo. Se las turnaba semanalmente. A ninguna le negaba su cuota erótica. Las sigue reuniendo en cónclave para socializar, el verbo que utiliza mientras ejecuta la sinfonía que tocan sus dedos con la tijera. Sus mujeres aceptaron desde el principio las reglas de juego.
Mientras poda mi manifestación de cuatro pelos, cuenta que gracias a su "arte" ha frentiado la situación y levantado a sus hijos. Vive con su octogenaria mamá. "La viejita es una belleza. Me ordena que cuide a todas mis mujeres".
Los bajos precios que cobran por peluqueada están perratiando su destino. La juventud optó por peluquearse ella misma. O no peluquearse. A otros los (nos) poda la mujer.
Hace fácil su oficio. Se lo sabe de memoria. Podría motilar mientras llena crucigramas. O atraviesa un río. O fornica. Cada peluqueada que hace parece la primera. Y la última.
Peluquearse es como ir al sauna. O adonde el siquiatra. Un peluquero es Freud con tijeras. Las de Duvel, de Pensilvania, el mismo pueblo del excandidato Óscar Iván Zuluaga, son delgadas, certeras, musicales. Hombre y máquina se entienden. La tijera es la prolongación de sus dedos de pianista.
Tiemblo, luego existo, cuando aparece la barbera, toreada en mil patillas, cráneos, aortas. Me siento casi guillotinado. Mi fugaz "verdugo" goza con la conmoción que advierte en mi pescuezo.
Se ríe mientras afila, parsimonioso, el anoréxico instrumento. Sabe que durante unos segundos mi vida estará en sus manos. Esta parte del ritual de la peluqueada parece un suicidio por mano ajena.
"Listo el pollo", notifica al dar por terminado el intento de "decapitación". Regreso al mundo de los constituyentes-contribuyentes. Recobro mi independencia. Sobre la silla de peluquería -que tiene algo de silla eléctrica- hay que adoptar la filiación del peluquero. Sobre todo antes de la barbera.
Me arregla el bigote. "Es la encimita", me notifica en voz baja. Si lo pillan en esa obra de misericordia, le cobran a él, confiesa. Ingeniosa forma de asegurarse la propina que le doy (sin que se me vaya la mano).
Me despacha con un benévolo regaño. "Bueno, y no te volvás a perder otros seis meses. Yo veré, mijo".
Espejo en mano, me muestra el corte por detrás. Siempre lo felicito. La felicitación es salario en especie. Esta parte del ceremonial sobra porque después de ojo afuera no vale Santa Lucía.
El ritual tiene que ver con la vanidad: a todo peluquero le gusta que le elogien su destreza. "No solo de billete vive el hombre, vos", me dice a manera de despedida. Duvel regresa a su poligamia. Y a su mamá. Yo regreso a mi anonimato.
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