Óscar Domínguez Giraldo www.oscardominguezgiraldo.com
Aprovecho la presencia en Medellín de los cacaos del periodismo para compartir algunos lapsus y vivencias que tuve en Estocolmo durante la entrega del Nobel a García Márquez.
Para empezar, quedó demostrado que Dios no es imparcial. Al escéptico Don Gabriel le deparó el Nobel y la inmortalidad; a mí que creo en Dios y en todos los dioses me regaló la nieve que no conocía, y el metro, al que le ponía la mano. Después de conocer el metro y la nieve no me cambio por Dios ni mano a mano.
Constaté que las suecas son bellas, repetidas, imposibles. Creí que mi sexapil latino me alcanzaría para internacionalizar la libido pero ninguna valkiria intentó violarme, aunque estaba preparado. Regresé a Macondo con la misma cantidad de espermatozoides. No necesité detector de mentiras para probar mi forzosa castidad.
Nunca supe si las noches escandinavas en diciembre son demasiado largas o los días excesivamente cortos.
Con sagacidad de sociólogo aventajada me preguntaba cómo es posible ser feliz en un país donde sus habitantes lo tienen todo.
En la tierra de Olafo se me apareció la Virgen en la persona de un bogotano que me ayudó a cometer esta avivatada: me consiguió prestado un sofisticado aparato electrónico con el que transmití para radio Súper la ceremonia de entrega del premio desde mi cuarto de hotel de escasas estrellas.
Devolvimos el cachivache con el cuento peregrino de que no había colmado nuestras expectativas. Los suecos, gente seria, creyeron que yo también lo era...
En Estocolmo perdí la gran oportunidad de mi vida de ingresar a las grandes ligas de los inventores o creadores al lado de Einstein, Edison, Newton, Steve Jobs, Ford, los hermanos Lumière, Franklin, el del pararrayos.
Pude haber inventado el selfi tomándome un retrato con García Márquez con solo estirar la mano, pero preferí fotografiarlo firmando autógrafos. Entre los retratados estaba el coronel ® Nolasco Espinal, quien fue acusado de espiar al Nobel para la CIA. Dormido, repetía con su colega el coronel Aureliano Buendía: "Dios es mi copartidario".
Como era mi compañero de habitación, alegué que no podía ser espía un veterano de Corea que todas las noches dejaba la maleta cerrada y lista para huir si estallaba la última guerra mundial. A Don Gabriel -no me alcanzó el pedigrí para decirle Gabito- lo había conocido en Washington en 1977 durante la firma de los tratados Torrijos-Carter, en Madrid, y en la capital sueca. Dizque reportero, me turbaba tanto delante del mentiroso de Aracataca que fui incapaz de hacerle preguntas. Que no se enteren mis nietos.
En Estocolmo acaricié el ridículo cuando transmití en directo el que creí que era un cuento inédito de García Márquez. El único que no sabía que El ahogado más lindo del mundo es anterior (1968) al Nobel era este despistado servidor. Felizmente, la falta de más espacio me impide seguir estropeando mi hoja debida.
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