Cada cuatro años, durante el mundial de fútbol, los cardiólogos, en acuartelamiento de primer grado, afilan el bisturí para operar corazones averiados de hinchas frustrados. O felices.
Fútbol sin goles es como una puesta de sol sin sol. "El goleador del campeonato es el mejor poeta del año": Passolini.
A esos balones que pegan en el palo y se niegan a entrar, les quedaron faltando cinco centavos para el gol.
Los zurdos también son gente. Lo demuestran jugadores como Messi, cuya estrella estuvo apagada en Sudáfrica. Esperemos que el de Brasil sea su mundial.
Los nuevos dueños del balón se tutean en el baño turco y en el club con sus asesores económicos egresados de Harvard. Convirtieron sus extremidades en multinacionales del entretenimiento.
Los futbolistas tienen corta vida útil. Pero han aprendido a manejar sus finanzas y aparecen en revistas del corazón acompañados de mujeres de viento, sacadas de la pasarela, olorosas a Chanel.
A algunos goleadores les caen tan duro sus compañeros para felicitarlos por un gol, que la próxima vez lo pensarán dos veces antes de anotar. Primero vivir.
Los futbolistas deberían jugar con cinturón de castidad. No para pecar dentro de la cancha, sino para proteger sus partes pudendas en los tiros libres que podrían dejarlos sirviendo para eunucos.
Hay mucho de beso de Judas en ese apretón de manos que se dan los jugadores antes del comienzo del partido. Me recuerda la precaria paz que nos damos en misa para luego volver al rencor.
Los dueños de ataúdes y hornos crematorios deberían ofrecer precios de temporada durante el mundial.
Muchas veces los jugadores son objeto de faltas tan salvajes que la FIFA debería exigir la presentación de los planos anatómicos de cada futbolista, para rearmarlo en caso de emergencia.
Después de arruinar los tobillos o la rodilla del rival, ciertos profesionales del juego brusco alzan las manos tratando de minimizar el ataque.
¿Por qué los jugadores aplauden a los colegas que les envían balones imposibles de controlar?
"Cuando dos equipos empatan, ambos pierden. Es una derrota recíproca y humillante", pontificaba el dramaturgo y cronista brasileño Nelson Rodrigues.
Aficionados hay que si no los muestran siquiera una vez en las transmisiones de televisión, consideran que reencarnaron en vano. Quieren tener su segundo de fama.
Gracias a la televisión, decenas de maridos fugados de casa son sorprendidos por sus mujeres con las manos en la masa femenina ajena en las graderías.
Los penaltis decisivos los deberían cobrar los entrenadores. O los presidentes de los clubes.
Lo contó el delantero uruguayo Ghiggia, autor del gol que le valió a Uruguay el mundial de 1950, en el célebre maracanazo: "Hicimos colecta para celebrar el triunfo en la habitación del hotel".
Las finanzas del niño Alberto Camus, futuro Nobel de Literatura, eran tan precarias que jugaba de arquero porque en esa posición se gastaban menos los zapatos.
El fútbol ha mostrado la debilidad de occidente por el hedonismo y de oriente por el dolor. Cuando le cometen falta a un jugador occidental, simula morir. Los orientales se levantan, se soban el esternecleidomastoideo averiado por el golpe aleve del rival, y regresan a la fatiga.
Hablando de árbitros que se equivocan, conviene recordar lo que Wilde leyó sobre el piano de un bar en Nueva Orleáns: "No disparen sobre el pianista: procura hacerlo lo mejor que puede".
La historia es implacable, suele abreviar. Solo recuerda a los ganadores. "El segundo es el primero de los derrotados".
Dentro de un mes, pasar del mundial al balompié local es como hacer el tránsito de la langosta al proletario chunchullo. Pero toca. El fútbol es el fútbol en cualquier parte.
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