El pintor-profeta Andy Warhol postuló en sus días que el hombre de la sociedad de consumo, con su identidad perdida, en compensación, tendría derecho a quince minutos de fama. Hoy la inmortalidad se mide en segundos.
Para ser famosos no se necesita prenderle fuego a nada, como hizo Eróstrato con el templo de Artemisa en Éfeso.
El hombre de Internet se ha inventado múltiples instancias para definir quién es quién. En Locombia hace rato estamos parcelados en estratos.
La más sonora medición es la lista Forbes encargada de colgarles a unos privilegiados la lápida de los más ricos del cementerio, si no se gastan el billete en esta encarnación. Tienen almuerzo, trago y viejas asegurados durante 9.978 generaciones. 9.979, para ser más exactos.
Pululan las tribus de los más bellos, los más fuertes, los más corruptos, los que tienen la tableta más sofisticada, las de pectorales más echados pa’delante y traseros más echados pa’trás (gracias, silicona por los centímetros recibidos).
Los hay que se desbrevan por dejar sus huellas en los salones de la vanidad. Se agachan, ponen las manos en cemento fresco y lista la inmortalidad de peluche. Estos divos se enferman gravemente del ego si no caminan sobre alfombras rojas para que los envidien y admiren los anónimos voyeristas de todos los pelambres.
Estamos en pleno reinado del más más. Los que no pertenecen a una de estas cofradías vinieron a nada a este peladero llamado mundo. Pueden regresar por donde vinieron.
Pero los Eróstratos no se han esfumado del todo. Uno de ellos es Chapman, el asesino del beatle Lennon, amigo de Warhol, el profeta de los quince minutos de que hablaba al principio.
Eso sí, adiós cuarto de hora. Lo constatamos en cualquier transmisión de televisión, por ejemplo, en el mundial de fútbol que convirtió a Brasil en una sola lágrima de ocho y medio de millones de kilómetros cuadrados a raíz de su estruendosa derrota ante la implacable Alemania.
En este mundial y en general en cualquier espectáculo televisado, se vuelve hilachas la "doctrina" Warhol de los quince minutos. Las cámaras de televisión, convertidas en dispensadoras de fama al menudeo, redujeron a segundos ese cuarto de hora.
No hay intimidad posible. La aldea global nos espía con su afilado ojo de voyerista. El celular más perrata te puede pillar armando el tropel en cualquier moridero.
La gente se ve en las pantallas del mundial y respira tranquila de por vida. Los captados por las cámaras se alegran de que los hayan monitoreado los tuaregs del desierto y sus amigos del barrio. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Ese vitrinazo antes millones que ya lo olvidaron, justificó la inversión.
No nos gusta el anonimato, somos eróstratos clandestinos, solemnes N.N. hasta que aparecemos fugazmente en televisión. El profeta Warhol se quedó corto.
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