La laguna de San Roque se encuentra cerca de la carretera que tomamos el primer día de esta aventura y que avanza paralela al Orinoco, en dirección norte-sur. Vamos hacia el sur y aparece de nuevo en el horizonte el Cerro Humeante. Luego de tres horas de carretera incluidas las paradas para caminar y admirar determinados rincones, llegamos a Rancho Barú, un verdadero oasis de paz en estas lejanías. Una preciosa casa de madera de dos pisos, con amplios corredores y grandes ventanales para que el viento llanero circule generosamente y refresque las habitaciones.
Sus dueños nos atendieron con exquisita amabilidad. Ellos son María Fernanda, su esposo Freddy y Duván, el hijo, y reciben al visitante ofreciéndole un gran vaso de jugo de frutas naturales. Este detalle puede ser un asunto tonto pero vale la pena incluirlo en el relato. Es que nadie espera ser recibido en esas lejanías, en las que reina un sol abrasador y a las que no llega la electricidad, con un vaso de jugos naturales frescos. En el Rancho hay una planta de electricidad.
Entre los animales domésticos hay un gallo que llama la atención. El detalle del gallo es un asunto baladí pero que merece ser tenido en cuenta en este relato. Se trata de un gallo gigante, como nunca ninguno de nosotros había visto, ni verá en su vida. Trataré de explicarme: imaginen los lectores una gallina bien gorda; pues bien, el gallo de mi historia es tres veces más grande. No quiero ni pensar lo que puede pasar cuando se monte sobre una gallina.
Dejemos estas peregrinas historias y vayamos al río Mesetas que pasa cerca de la casa. Ya lo habíamos cruzado mucho más abajo el primer día de nuestra aventura. Este Rancho Barú lo tiene todo como para pasar allí unos días de silencio, soledad y paz. El río lleva aguas negras, o sea muy puras, forma una gran poceta frente a la casa y avanza precipitándose en pequeñas cascadas. Nuestro baño allí fue memorable. La noche nos deparó una lejana sinfonía de gritos de animales entre los cuales pudimos percibir el rugido lejano de un tigre. Fue una noche mágica. Pasamos dos horas fuera de la casa auscultando la inmensidad y su pujante vida. Al día siguiente nos esperaba el punto álgido de la aventura. El diccionario de la Academia dice que álgido significa muy frío, pero también el punto máximo, la culminación de un proceso. Leo que siempre se había utilizado en su exacto significado que es “muy frío”, pero que la Academia obligada por el uso extendido de álgido como punto culminante, decidió incluir esta acepción como correcta en 1984.
Nos levantamos temprano y nos acercamos a un afloramiento rocoso, un cerro, que se encuentra relativamente cerca del Rancho. Se llama Cerro Zamuro, nombre poco apropiado para un lugar tan especial. ¿Y cómo es él? Es un cerro rocoso no muy alto, de fácil ascenso, cuyas laderas están cubiertas en parte por vegetación rala y en cuya cumbre crece un bosque bastante denso. Encontramos pinturas rupestres, hechas, como todas las de la selva, con colorantes vegetales rojos. Hay figuras de animales, de personas, de escaleras y del sol. Habíamos salido en la oscuridad y poco a poco el horizonte se fue llenando con un resplandor amarillo que fue dando color a todos los seres en nuestro entorno, de modo que cuando llegamos a la cima del cerro ya el alba había ganado la batalla a la oscuridad y nosotros nos preparábamos para lo que sería el momento más sorprendente de nuestro viaje.
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