Amplio y muy suyo es el mundo caminante de José Daniel Trujillo. Salido de las entretelas de la pobreza, ensayando aquí y pontificando allá, testarudo y pertinaz, subió gradas en la escalera de la vida, hasta culminar, como quiso, la parábola de su veleidoso destino. Concejal en agraz, diputado agaitanado, parlamentario discurseador, la democracia le confirió honores en sus verdes primaveras. Hoy es un notario burgués, un buenavida engarzado en lecturas que le airean el cerebro y le señalan metas posibles. Deletreando a Trujillo, uno queda lelo con su historial, con sus empeños porfiados, siempre convertido en un caradura inderrotable. Por eso sus libros son un almácigo de crónicas jocosas, canal para darle escape a vivencias múltiples, resucitando del olvido acontecimientos engastados en sutilezas hilarantes. Los martirologios los transmuta en alboradas, hace de los villorrios fortines electorales, transforma en cadáveres de cosas a sus adversarios, y señorea en el parlamento con dosis de elocuencia torrencial. Leerlo es gratificante. Su estilo es montaraz, navega en los altibajos de los oleajes, desconoce la continencia, y no tiene bridas. Lo que narra delata un husmeador voraz que aprehende el arte de la frase y encuentra agudezas para hacer escaramuzas con las parábolas. Relatos son los suyos para masticar en vacaciones, bajo un toldo veraniego, vigilado por un pasivo lebrel de mirada filosófica, escuchando música, de esa que atormenta el corazón.
Trujillo en La manteca tiene pelos y Tejiendo relatos es explosivo en deleitosos humorismos. Tiene escondido un diablo cojuelo, fisgón y entremetido que hace muecas detrás de las cortinas. Desmenuza circunstancias. Es botarate de palabras y, finalmente, concluye con razonadas pedagogías. Tiene pericia para escribir. Apuntala verbos que le dan realce al sustantivo, sabe parrandear con el adjetivo y redondea musicalmente sus peroratas.
Sus libros son un retablo de condimentadas historietas. Le da entidad a los pequeños trasiegos de la vida, poetiza sus andanzas, le unta sal a la piel de los triviales temas para transfigurarse en un costumbrista hipnotizante. Los retablos literarios de Trujillo, tienen universales antecedentes. Los Cuadernos de Lanzarote de Saramago contienen de todo. Son un recuento de sus diarios compromisos, menciona los comensales que asistían a sus condumios caseros con apuntes baladíes que a nadie interesan. Pero Saramago era un genio. De pronto desciñe su imaginación y se suelta en logomaquias sublimes o hace sabias crónicas sobre temáticas concretas. Las pequeñas memorias, como las de Trujillo, son un repaso a sus difíciles comienzos. Pobreza extrema, hijo de un policía, familia campesina sumida en la ignorancia, con el apodo “Saramago“, peyorativo que quedó como apellido de este personaje.
Sándor Márai es un húngaro universal. Fue acorralado en su patria cuando Hitler la invadió. Escogió los Estados Unidos como descanso final a sus andanzas. Fue un mártir. Escaso de circulante, con su esposa casi siempre agonizando, en un país que no era el suyo. Le tuvo miedo a la vejez. “El ojo, los oídos, todo comienza a darme problema. Al final los viejos no son ni oídos ni ojos”. No quería verse achacoso, débil de energías, cegatón e inseguro en el caminar, crucificado por enfermedades, con pocos amigos, sitiado por una angustia existencial. Todo lo cuenta cuando con pincelazos dolorosos detalla sus aventuras escalofriantes. Organizó reflexivamente su muerte, compró pistola, con una equis se hizo precisar en donde debía descerrajar el disparo fatal. Se suicidó.
Márai se hacía seguimientos a sí mismo, contaba sus frustraciones interiores, gozaba con un masoquismo destructor. Hacía de la amargura una religión. En cambio Trujillo narra con exultación espiritual episodios que él recuerda humorísticamente. Ambos son notarios de la vida.
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