La política que se alimenta de menudencias y cinismos, hay que otearla con desparpajo y tranquilidad.
Es insondable el corazón humano. Por sus entresijos hay una danza de vaivenes, con espacio para la exultación y profundos abismos para las desolaciones. Todo se mueve en altibajos con alegrías y horas nocturnas para rumiar pesares. Ese es el proteico destino, la ruta marcada que, querámoslo o no, inevitablemente recorremos.
Sobre todo en política, profesión de fuertes emociones. En ella no caben los tímidos y los indecisos, o los que nunca vencen pero tampoco pierden. La política es una actividad de elaboradas matemáticas que se concentran en sumas y restas, siempre con un retablo de sorpresas. Es un manantial de sobresaltos. Nada hay seguro en su ejercicio. Lo que en la mañana es claro y venturoso, puede tener una tarde de reversas trágicas. El político es un tahúr que sabe escoger loterías presuntamente gananciosas; con ojos ávidos contempla el veloz movimiento de las balotas.
Nunca dejarán de ser mentores Maquiavelo, Fouché y Talleyrand de quienes se denigra en público, pero a cuya sombra se amoldan las conductas en privado. El primero enseñó los exorcismos que se deben poner en práctica en la vida pública, el segundo fue un sinvergüenza genial que con talento perverso supo acomodarse a todos los gobiernos y el tercero de agudeza fulgurante, sabía sopesar las palabras y tenía el don del anticipo para llegar de primero a las metas codiciadas. De Talleyrand dijo el barón Von Stetten: “…dispara una pistola al aire para saber quién salta por la ventana”.
En política el carácter tiene precio prohibitivo. Personajes como Carlos Lleras Restrepo, Laureano Gómez o Gilberto Alzate Avendaño, aparecen en el firmamento cada centuria dejando estelas profundas. El señor Gómez gruñía un monosílabo y ponía a temblar el parlamento de Colombia.
Nos hemos familiarizado con los políticos bribones. Las monedas de Judas circulan con profusión en el mercado electoral. Las lealtades no existen y una avidez por el alojamiento en lenocinios transformaron las gloriosas militancias ideológicas en apestosa zona de tolerancia. Estamos ahora en manos de las barraganas, de las hetairas trasnochadoras que saben cómo cautivar ingenuos en ese pernicioso bazar de bagatelas.
Todos quieren ganar. El aspirante que amarra fidelidades distribuyendo canonjías y contratos. El que adormece la moral, la marchita o la extirpa, comprometiendo a los gamonales con dinero a cambio de un lote de sufragios. Cuánto circulante hediondo se mueve en la clandestinidad, cuántos empresarios acaparan las subastas del “quién da más” para negociar con la veleidad del pueblo.
Desde luego, impera el buen olfato. Un viento sulfuroso aletea sobre las narices de los cazadores de oportunidades. Todos quieren merodear en torno de la mesa del rico Epulón para recibir los mendrugos de quien se alza con el santo y la limosna.
El sainete tiene mucho de humorismo. Los balanceos caprichosos de las urnas provocan infartos, catástrofes económicas, desorganización de los hogares y de pronto el suicidio. La política que se alimenta de menudencias y cinismos, hay que otearla con desparpajo y tranquilidad.
Vaya una anécdota: En 1830 Francia vivió el enfrentamiento de ásperos grupos rivales. De pronto sonaron los carillones que anunciaban el fin del atafago eleccionario. Talleyrand pendiente de ese resultado le dice a su asistente: “¡Ah, las campanas! Quiere decir que nosotros hemos ganado”. ¿Quiénes son “nosotros” monsieur? Talleyrand le respondió: cállate. Mañana te lo digo”.
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