Hace un instante terminé de leer, por octava vez, la novela “Don Quijote de la Mancha”. ¿Ocho veces? Sí. Siempre lo hice en ediciones diferentes que están ahí, en mi pequeña biblioteca, como testimonio de una pasión incontrolada. Pido licencia a Dios para zambullirme en sus páginas en dos periplos más, antes de morir. Estos libros que miro, contemplo y acaricio, han sido masacrados por los resaltadores de colores varios, el trazo de rayas que hacen llamativas las frases seleccionadas, más los apuntes que menudean en las orillas de las páginas.
¿Por qué esa ansiedad intelectual sobre un solo libro? ¿Por qué los ojos no se cansan, ni satura la repetición, y por qué cada travesía por sus escarpaduras y hondonadas abre inéditos confines? ¿Por qué Don Quijote hoy, también mañana, Don Quijote siempre?
Hay introversiones sin respuestas. ¿En qué me ha beneficiado esa obsesión intelectual? Rastreando la novela tantas veces, ingresé, sin darme cuenta, a una universidad e hice acumulaciones inconscientes. Hoy, es posible que sepa valorar, un poco, su dimensión inabarcable.
Para el logro de esa claridad mental, me falla la memoria. No reconstruyo, hago un barullo de los recuerdos, confundo nombres, mezclo aventuras y padezco de una dolorosa amnesia, además inexplicable. Soy un saco de olvidos.
Sin embargo existe, tiene que existir un avituallamiento lógico, no perceptible. Mi cerebro puede ser de piedra insensible, rebelde a los taladros del espíritu. Pero ocho lecturas de una misma obra, “libro inmortal” como lo calificó Ángel Ganivet, tienen que dejar, porque sí, un sedimento. ¿Cómo se extrovierte se acopio de repasos? Imposible dar una respuesta precisa. Tal vez en mayor riqueza idiomática, o en el pulimiento del estilo, o en el manejo más austero o más florido de las frases, no sé, no sé, pero ese persistente riego del jardín, tiene que mejorar su floración.
¿Por qué atrapa la novela? Respuestas múltiples. Es promontorio de un bello lenguaje arcaico. Cervantes hace del estilo lo que quiere. Es descriptivo, poético, fantasioso, con él vocifera, regaña, profetiza, canta, rememora, encumbra el idioma a regiones inaccesibles. Es campanudo. Cuando quiere ser almibarado, lo es. Cuando desea esplender conocimientos sobre autores de libros de caballerías, lo hace con desborde encomiable. Cuando quiere teorizar se convierte en catedrático.
Cuando pone en boca de sus personajes discursos elocuentes, hace gala de un numen privilegiado.
Sancho Panza, ¿“de poca sal en la mollera”? No es el momento para explicar por qué es un intelectual sorpresivo. Ha sido siempre desvalorado por ser paticorto y gordiflón, además prototipo de la incultura. No sabe leer ni escribir. Sin embargo resplandece en el Capítulo X de la segunda parte, cuando embauca a Don Quijote con socarronería maliciosa, trasformando tres labradoras que se acercan en borricas; una es Dulcinea del Toboso que parece un garabato, y las otras dos, vestidas con pingajos, dice verlas como emperifolladas cortesanas. Ese pozo de ignorancia en letras, tiene una perspicacia intuitiva demostrada como gobernador exitoso, y sencillamente genial en muchos de los diálogos con Don Quijote y con otros personajes de menor postín. Sancho Panza es desconcertante. Impacta el insistente lirismo que teje el Caballero de la Triste Figura en torno de Dulcinea del Toboso. De un personajillo pobre que no conoce sandalias y viste faldas raídas, que a los ricos les estrega ropas en el río, que mete el hombro para encaramar bultos sobre el aparejo de un mulo de carga, con los aposentos mentales desocupados y ordinaria como un rufián, hizo de ella, sin conocerla, la prefiguración de una mujer celestial, acribillada por la belleza por encima de toda ponderación.
Al escritor prolífico de Méjico, Carlos Fuentes, le preguntaron: “Maestro: díganos cuáles son las cinco mejores novelas que usted ha leído. Contestó: Don Quijote, Don Quijote, Don Quijote, Don Quijote y Don Quijote”.
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