Quedan reflexiones de las elecciones presidenciales. Los caldenses con un hijo de Pensilvania, por primera vez en la historia de este departamento, tenemos la posibilidad inmediata de elegir para el solio de Bolívar, a uno de los nuestros. Óscar Iván Zuluaga está abriendo las puertas de la gloria en esta reñida contienda en la que se ha desempeñado con bríos, calado intelectual y airosa emotividad. Lo que no pudieron Aquilino Villegas, Fernando Londoño, Gilberto Alzate y Hernán Jaramillo Ocampo, lo va a lograr un auténtico hijo de provincia, alcalde de su pueblo, en donde aprendió el abecedario de cómo se rectora el Estado. Solo dos lunares cargamos a su cuenta. La dependencia de Álvaro Uribe, personaje colérico y polarizante y la rectoría espiritual de su campaña entregada a quien tiene el inri de un vergonzoso pasado judicial, ahora nuevamente enfrentado a los fiscales.
Zuluaga es el gran triunfador. Salido de la nada electoral, con pasos balbucientes al comienzo, irrumpió como un meteoro después de las parlamentarias. Son excelentes sus presentaciones televisivas. Seguro en su dialéctica, afirmativo y claro en sus tesis, abundante en la palabra. Tantas cualidades juntas anticipan una calificación de óptima su presidencia.
Acabamos de hacer una demostración de pujanza. Estábamos alicaídos, medrosa nuestra clase dirigente, incapaz de airear el alma de nuestra colectividad. Todo era un tanque de aguas dormidas sin el soplo vital del Espíritu Santo. Los posibles precandidatos presidenciales tenían una respuesta negativa, desganada y pesimista sobre el presente y el futuro del conservatismo. Mauricio Cárdenas, Juan Carlos Echeverri, Nicanor Restrepo, desencantados y derrotistas, se evaporaron de la escena. Ninguno quiso medírsele al llamado de plasmar con sus acciones una intemporalidad histórica. Cuando en nuestra casona todo era triste, irrumpió una Juana de Arco que se dedicó a motivar la conciencia de las bases que militan en nuestra causa. Marta Lucía Ramírez tomó en sus manos la bandera azul y con ella recorrió pueblos, aldeas y veredas, convocando a las huestes que también estaban anestesiadas por la indolencia. El milagro se produjo. Teniendo en cuenta que en la votación de Zuluaga hay mucha que nos pertenece, podemos sostener que además de los dos millones de electores conseguidos por la doctora Ramírez, otro millón se extravió por las praderas del candidato triunfador.
Solo un político de vuelo nacional fue terco, reiterativo y tallador, insistiendo hoy sí y mañana también, que debíamos presentar una opción de gobierno. Ómar Yepes Alzate fue el gran profeta, el Juan Bautista que trasegó el desierto sacudiendo la conciencia del partido con el recuerdo de su prosapia y la demanda que desde las tumbas nos hacían nuestros patricios de no dejar desaparecer de la vida política una colectividad que, con el liberalismo, ha escrito tantas y tantas páginas rutilantes. Yepes en esta refriega no descansó, se alimentó cuando pudo, trabajó de noche y de día, resucitó en todos los departamentos las fuerzas dormidas del optimismo. Si el conservatismo fuera sensato, debiera reconocer y agradecer el denuedo exitoso de este líder y refrendarlo como jefe único de nuestra
colectividad.
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