Bolívar se encontraba enfermo en Pativilca. Se reponía en una vivienda pobre, de una sola planta, ubicada en una calle larga, con una alta y verde palmera en el patio. Visitamos esa casa que el Estado conserva como entonces era. Hasta allí se desplazó, desde Popayán, Joaquín Mosquera, expresidente, haciendo un recorrido de meses a lomo de alentadas mulas, para cerciorarse del estado real de su salud. Lo encontró delirando. La fiebre encendía sus mejillas, su mirada era de carbón en llamas, los brazos flácidos y temblorosos. Estaba derrumbado sobre un gastado colchón que martirizaba su cuerpo vencido. Ese espectáculo deprimente le permitió preguntar al visitante: “¿Qué piensa general?” “¡Vencer!” fue su lacónica respuesta.
Vencer es un verbo dinámico. Además tiene componentes optimistas y descarnada precisión para hacer medición de circunstancias. Las victorias proyectadas con objetividad deben tener apriorísticas bases de firmeza para resistir los huracanes, y temple para acariciar horizontes que se alimentan en comprobadas verificaciones. Aquí no caben esos personajes muy queridos que rielan por un cielo lunático, atizados por credulidades ingenuas. Políticos con mañanas desdibujadas, aturdidos y candorosos, que se retroalimentan con sus propias fantasías.
Para documentar este escrito valgan unos ejemplos. Busca la gobernación de Risaralda una dama distinguida que tiene el ridículo puntaje del 2% en las encuestas. Hace el oso. En Bogotá deambulan unos Goyeneches, convertidos en pedazos de alcornoque. Ricardo Arias, Daniel Raisbeck y Alex Vernot, no salen del primer piso en las consultas de opinión. Lo mismo ocurre en otros departamentos que tienen unos sosos descoloridos aguijoneados por la libido del poder. ¿Qué ego zoquete los atormenta, qué fuelle oculto los engorda para surgir como unos candidotes horros de sagacidad, transformados en desarrapados itinerantes?
La política se apuntala en presupuestos serios. ¿Qué sentido tienen estas escaramuzas que convocan el respaldo popular, a sabiendas que se marcha hacia el abismo? ¿Para qué esos premeditados harakiris? ¿Para qué engañar al elector fabricándole ilusiones imposibles? La política es una ciencia que se sustenta en realidades palmarias. Si no se actúa así, se ingresa a una procesión de fantasmas, atiborrada de fantoches soñadores.
Igual reflexión debe hacerse en torno de los dirigentes. Estos están obligados a manejar realidades, no utopías. Se debe batallar con denodado optimismo, con entusiasta aire de victoria. Se guerrea democráticamente, se dan y se reciben mandobles, en esas controversias que genera la vocación por el poder. Ganar y perder es la obvia respuesta que dejan las confrontaciones. Se derrochan las energías, se espiritualizan las fatigas, se ajustan las corazas y se disparan los dardos, cuando hay una seria alternativa de triunfar. La contienda es ridícula si anticipadamente se pronostica una derrota.
No es, no puede ser, Guido Echeverri nuestro candidato. Por él, hace cuatro años, nos volcamos por pueblos y villorrios presentándolo como una opción de victoria, dadas las condiciones personales que lo orlan. Echeverri es un personaje que traslada a la plaza pública su experiencia educativa, con un lenguaje diserto y caudaloso. Además, chapotea con propiedad en las fluidas corrientes que tienen que ver con administración pública. Pero ¡quién iba a pensarlo! Guido terminó gobernando con quienes acerbamente lo habían combatido y a sus aliados, que lo elegimos, nos enclaustró en el cuarto de san Alejo.
No hacemos apólogos a la amistad. Escribimos sobre política y políticos. Tienen afinidades con Centro Democrático Jorge Hernán Mesa y Carlos Uriel Naranjo. Mesa es mieludo y querendón y lo que le falta de labia lo suple con su desbordada amplitud para las relaciones humanas. Es amiguero, palmoteador y fibroso. Por los agujeros de su encantadora simpatía inunda el corazón de sus electores. Lo quieren las bases populares y el triunfo es un cálculo posible para coronar sus denuedos. Votaré por él. Naranjo es un caballero sin tacha, cordial y emotivo. Ideó, proyectó, buscó, esperó, porfió, insistió, y culminó su programada empresa con la candidatura a la gobernación. Su nombre fue impuesto por el uribismo a los conservadores y nosotros lo recibimos con ramos de oliva. Ha adelantado su campaña con limosnas mientras sus competidores bracean en un plácido oleaje de dinero.
Un día Ómar Yepes, siendo senador, desafinó un coro de obsecuentes que votó por la reelección del señor Uribe. Tuvo el valor de ser un espadachín solitario en ese orfeón de áulicos. En el ámbito comarcano, muchos cambiamos de opinión, no en cuanto a Carlos Uriel Naranjo, el caballero de siempre, sino frente al candidato que no colmó nuestras expectativas.
Si con Echeverri gana Santos, con Mesa y Naranjo pierde Uribe.
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