César Montoya Ocampo cmontoyao@hotmail.com
Podemos confrontar dos antagónicas etapas electorales.
Tenemos experiencia personal de cómo, entre los años 50 a 90 del siglo pasado se adelantaban los debates para elegir funcionarios, desde el presidente de la República, parlamentarios, diputados, hasta los concejales de los municipios. Los partidos tradicionales, conservador y liberal, agitaban principios, eran reverentes y orgullosos de la tradición y catapultaban una dinámica de valores intangibles. Con Gilberto Alzate, Fernando Londoño y Silvio Villegas recorrimos una y otra vez la geografía del Gran Caldas, desde Génova hasta Aguadas, desde La Dorada hasta Pueblo Rico en una ardua labor de siembras ideológicas.
Éramos unos románticos. Valorábamos intelectualmente el acervo histórico de las dos colectividades cuajado de figuras estelares, proyectábamos un aire bizarro para los riesgos y enseñábamos que la vida es un estadio para las heroicidades. Fuimos pedagogos. Entendíamos que sobre nosotros gravitaba un magisterio educativo para direccionar el alma informe de las masas. Misioneros fuimos, utilizamos el confesionario de las intimidades para tatuar en el vasto mundo de nuestros discípulos un evangelio de rígidas verdades. La política tenía ética y la entendíamos como un cartabón moral que orientaba la praxis electoral.
Los partidos eran un depósito de verdades inmutables. En las aldeas y municipios teníamos apóstoles disciplinados que compartían las mismas ilusiones. Se hacía la política con aliento mosqueteril, como un deber con la propia conciencia que nos impelía para estar ahí. Ahí como soldados imperturbables, ahí como heraldos doctrinarios, ahí como profetas de un diario amanecer. Éramos quijotes amorosamente agobiados por un destino superior.
No sabemos cuándo y cómo, cambió el ensamblaje de los idealismos. Un grosero vendaval arrasó con el templo de Dios, volvió añicos lo que era patrimonio secular de valores intangibles y a todos nos aplebeyó. Las elecciones se transformaron en un bazar de tramposos, o en área arrolladora de los carteles del crimen, o en el imperio inexpugnable de los Cresos. Parece que ahora, para ser político, hay que tener un posgrado de indecencia. Decir palabras que no reflejen lo que se piensa, ser un experto en tramoyas, hábil constructor de ratoneras.
Hay un mensaje odioso para la juventud en estas entretelas. La distorsión, la viveza, las emboscadas, son bastiones rectores en este mercado impúdico. Se triunfa si se recorre el sendero del cinismo. Hay que chapalear en el lodo, ostentar las gordas chequeras producto de la droga, evidenciar el éxito en el aruño de los bienes del Estado, o ser un consentido de una fortuna económica heredada, para desembocar con éxito en el escenario político. Así de ruin es el espacio de esta demagogia.
Hace un rato Guatemala se volcó, energúmena, contra la intolerable corrupción, sacó a empellones del Palacio Presidencial a quien había elegido como Primer Mandatario y lo trasladó a los panópticos. Fue incontenible la rabia popular al comprobar que su país se había convertido en una cueva de Rolando y en una actitud histórica le dio ejemplo al mundo de cómo deben ser castigados los hampones.
Para allá vamos en Colombia. Robar es la consigna y el que sale virgen de un cargo público, es un estúpido. Se elogia al que succiona el circulante oficial, al que siendo pobre emigra barrigón de los cargos administrativos, al que compra la conciencia del elector, al que mueve el billete por las aguas fétidas de las alcantarillas. No puede hacerlo a la luz del día porque es un dinero mal habido. ¿Cuándo reaccionaremos los colombianos? ¿Hasta cuándo permitiremos los comicios “democráticos” accionados por el estiércol del diablo?
Nos formamos en la escuela de los caudillos inmaculados. Líderes legendarios que tuvieron el poder en sus manos. Si hubieran sido deshonestos habrían acumulado fortunas faraónicas. Pero no. Alzate dejó una casona en Manizales y una finca en San José del Palmar en el departamento de Chocó que era un erial, solo fértil en batutas. Silvio Villegas tenía una modesta vivienda en Bogotá, en la carrera 4a con calle 26. Una enorme biblioteca era su decoroso patrimonio. Londoño heredó una finca cafetera y ese fue su capital. Si hubieran usado las uñas habrían muerto en medio de los
hartazgos.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015