César Montoya Ocampo cmontoyao@hotmail.com
Los poetas viven en mundos irreales. Son coleccionistas de introversiones, de saudades que se sobreponen al olvido, de dolores que no cicatrizan. Además, son multifacéticos. Unos tienen el pinche de las prosapias como Alberto Ángel Montoya y Jorge Rojas, imbuidos en misticismos como Eduardo Carranza y Rafael Lema Echeverri, sinvergüenzas como Gómez Jatim y Baudilio Montoya, o cínicos y descomplicados como Javier Arias Ramírez. Tienen todas las dimensiones. Piadosos unos, aquellos enamorados que hacen de la mujer un tálamo de voluptuosidades, estos galantes y fiesteros, los de allá caminantes solitarios sobre breñas difíciles. Es insondable el alma de los poetas. ¿Cómo escrutarlos si son huraños y esconden sus dominios que solo comparten con las musas, si disimulan sus morriñas torturadoras?
Son especímenes curiosos. Éste tiene una boina negra ladeada con maliciosa elegancia, la armoniza con una mirada de abandono, la encuadra en un rostro sereno y la complementa con un mentón bien ovalado. Cuántas historias se esconden detrás de esta imagen. El Samaná remoto de su nacencia, las hazañas estudiantiles, las itinerancias de médico, sus verticalidades como hombre público. Cirujano en Pueblo Rico la tierra de Fabricio Ayala, con parrandas compartidas con indias de ojos grandes de color glauco, dialogadas con campesinos dicharacheros, alargadas en mañanas neblinosas con melodías de tangos y tristes endechas de arrabal. También taumaturgo en Apía en donde asaltó el alcázar de su Tucarma de oro, y finalmente, enmallado en prosas, poemas, lirismos y saudades en la noctámbula Pereira, morena y trasnochadora. Luis Carlos González, su cantor vernáculo, asimilándola a la ruana, la transfiguró en versos memorables, exclamando que la ciudad tiene “sabor de pecado dulce/ y dulce calor de faldas”.
Este es un hombre multidimensional. Sabe que de los extravíos surgen pesadumbres que complican el clima del corazón. ¡Ah, la bohemia! Qué delicias saturaron esos amaneceres, rumiando pesares, con ensimismamientos masoquistas, reconstruyendo cariños tardíos. Silvio Villegas, el leopardo inolvidable, dejó en frase rutilante esta exclamación de valor perenne: “A cuántos nos ha sorprendido la aurora en medio de alegres compañeras, rota la copa del placer y el alma enferma”.
Cuántas teorías surgen de las pasiones contenidas, de esos espacios ocupados por una imaginación atormentada. El bohemio inteligente busca acomodos en los repliegues ocultos en donde anida, con intuición misteriosa, una incontrolable vocación amatoria. Este hijo de Esculapio fue dotado de todos los talentos para vivir como un bacán. Poeta que hizo de la mujer un santuario inspirativo; escritor que supo exprimir el secreto de los diarios acontecimientos; rey de los proscenios con el tañido de su garganta lírica; con dedos pulidos para rasgar guitarras llorosas y porte esbelto de galán indestronable.
Con tantos atributos, cómo atormentaría el sueño de las niñas en flor, cómo ingresaría en los corazones de las damas ansiosas, cómo no iba a sentirse todo un Porfirio Ruborosa con alfombra roja para llegar a los castillos reservados para los preferidos de los dioses. Fue la suya una obra de perfecciones múltiples, laborada con exigencias artísticas. Es decir, fue un esteta que se proyectaba en la cultura, maestro y discípulo a la vez, para oficiar en una cátedra de excelsitudes. En la trastienda del recuerdo deambulan los demonios que convertían su libido en una fogata de angustias, golpeado por pesares, muerto y resucitado en el calvario de los delirios místicos.
Alberto Herrera Ocampo se llama el itinerante de esta crónica. Acaba de publicar “Apuntaciones Hebdomadarias”, degustante mermelada de ensoñaciones. Herrera tiene piel cerúlea, mirada aflictiva, palabra queda y un tono de voz bajo y profundo. Es dueño de un almacén de nostalgias que las rumia en sus solsticios aristotélicos. Como todo argonauta se atrinchera en una soledad enhiesta, musicalizada por su tucarma de oro, ella transfigurada en tierna dulzaina para entretenerlo con gratas reminiscencias. Destila añoranzas que le sirven de suave plataforma para soportar los mensajes de las musas que lo habitan, para anegarlo en estéticas imperecederas. Algún día, lejano por cierto, habrá de morir, pero su trabajo de hortelano trascenderá en jardines de primor inextinguible.
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