Por una carretera enroscada se llega a Bariloche. El piso asfáltico hace imperceptible el deslizamiento vehicular que gana distancias entre paisajes de ondulados cafetales y extensiones de tierra plana, en donde pacen las vacadas. Fulge un horizonte sin distancias, navegan pedazos de nubes con trazos psicodélicos, y choca la visión con viviendas rudimentarias apelmazadas de niños brincones.
La vida fluye, revienta en gritos orilleros, ascienden las volutas de humo de color cenizo, y en esta mañana los cuerpos de las vírgenes en flor son coquetos y provocativos. El escenario de la argollada naturaleza no puede tener un mosaico más variado que éste de tan grato sabor tropical.
La Estrella es una fonda campesina, a la vera de la carretera, equipada con todos los elementos de urgencia. Obviamente con licor que alegra los aquelarres veredales, con un bafle bochinchoso que en las reuniones fiesteras muele música estridente. Está abarrotada de bastimentos variados, bolsas de agua destilada, medicinas para los dolores triviales, panes esponjosos, aparejos para mulas, panela morena, confitería de todos los sabores, muleras, machetes y azadones, escapularios y unas novenillas con oraciones a las Ánimas Benditas.
He contemplado el barullo de sus jolgorios sabatinos. Hombres rudimentarios que estallan en risas sonoras, jovencitas hermosas de senos flotantes, caderas flexibles, con una alegría que desparrama lujurias de antojo; éstas de piel morena, aquellas rubicundas, las de allá con pómulos rosáceos y rostro angelical, con imperceptible pelusa de azucena. Ellas alegran la estancia con sus carcajadas de primavera.
De la carretera principal que conduce al municipio de Alcalá, se desprende una variante por entre un túnel de árboles frondosos. En ese paisaje, bajo un dosel enramado que limita la proyección del ojo, bochinchean los verdes, arriba con vigorosa tenaza de glauca red y abajo con un pastizal compacto que cubre el versátil territorio colindante.
Este viaje termina en Bariloche. Es una pequeña granja que compraron mis hijos, Mauricio y Ana María, para entretener con placidez bucólica los solsticios vacacionales. En el fondo, en tupido boscaje, unos mandarinos crecieron airosos, y en las vendimias pródigas, sus ramas son vencidas por el pesado acopio de sus frutos. Los he saboreado. Son de zumo vital, con olor de éxtasis. Árboles de limones ocupan amplio espacio. Son generosos para dar cosechas canaánicas. Hay un mango de altura desafiante. Tiene la forma de una sombrilla enorme, con ramas fértiles y esplendor agresivo. Es un kiosko que la naturaleza hizo, de cobertura extensa, enmallado para burlar el látigo de los soles
caniculares.
Nuestros herederos construyeron una casa de amplios corredores, techo alto y cuartos espaciosos. La vivienda, en los encuentros familiares, la hemos convertido en una amistosa ágora de discursos contrapuestos. Se oye la voz de los empresarios con sus logomaquias técnicas, aburridas y pesadas, y reclamamos espacio Hugo Tovar Marroquín y quien aquí escribe, para darle cobijo a nuestros sueños. Han sido noches largas de poesía, visiones adivinatorias del futuro de la patria, polémicas ardorosas sobre visiones ferozmente contrapuestas sobre los personajes de la política y finalmente todo culmina en rumbas de grato alcohol, música de abuelos y danzas frenéticas en la chagra colindante, con las sobrinas Salazar Montoya que danzan como tongoleles hasta escuchar los primeros triquitraques de la aurora.
La vida es un río sin reversa. Todo entra a su caudal. Nadamos en sus corrientes plácidas, con diminutos oleajes picudos y tenues bajíos de asombro.
Es placentero, mientras seamos habitantes de este globo, tener remansos de ensueño. Escondidos del tráfago, a orillas de ríos musicales, tendidos en la arena mojada, extasiados en la contemplación de un cielo de azul intenso, fantaseando que jamás vamos a morir.
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