La imagen más impactante de la campaña presidencial no ha sido la de Óscar Iván Zuluaga encerrado con un hacker, escuchándolo hablar, sin siquiera inmutarse, de información aparentemente obtenida de forma ilegal. Tampoco ha sido la de Germán Vargas Lleras, quien quiere ser el segundo de Santos, en plaza pública con Yahir Acuña, un congresista que, de acuerdo con investigaciones periodísticas serias, logró que lo reeligieran a punta de comprar votos de la forma más burda, además de que es ahijado político de un paramilitar, Salvador Arana, que mandó matar al alcalde de El Roble (Sucre) en 2003.
Esos golpes de realidad a los que uno no puede acostumbrarse son, sin embargo, muestra de lo que suele ser nuestra (confrontación) política. Lo del hacker es gravísimo, pero sentimos que ya lo habíamos visto, o al menos que habíamos acudido, hace algunos años, a una obra similar. El clientelismo y la criminalización de la política, por otra parte (el primero siempre, y la segunda intensificada desde los 80) realmente ya no extrañan, por más que haya que denunciarlos.
La imagen más impactante de esta campaña no es ninguno de esos detestables lugares comunes, sino la de Aída Avella, candidata vicepresidencial de la izquierda, parada detrás de un atril, sola, completamente sola frente a las cámaras de televisión. La enfocaron en un plano general que permitía ver vacíos los atriles de los otros cuatro candidatos a la vicepresidencia, y detrás un fondo negro que resaltaba el si acaso metro y cincuenta que mide ella. Fue el jueves pasado después de las 9:00 de la noche. Dizque era un debate que había sido, de acuerdo con Señal Institucional, "solicitado por los propios aspirantes, amparados en Ley 996 de 2005".
Que el vicepresidente tiende a ser una figura sin mayor relevancia o que el debate lo programaron la misma noche que se encontraron por primera vez los cinco candidatos presidenciales ante las cámaras, en otro canal, no atenúa lo que allí se vio. No fue un simple plantón.
¿Ha hablado usted, querido lector, con algún integrante de la Unión Patriótica (UP)? ¿Al menos ha visto declaraciones en televisión o ese doloroso documental llamado El baile rojo? Si no lo ha hecho, inténtelo, y se dará cuenta de que si para alguien es difícil aceptar la institucionalidad de este país es para los militantes de la UP, que en su mayoría (no todos) también son militantes del Partido Comunista. Aída Avella es las dos cosas. El 7 de mayo de 1996 le dispararon con una bazuca al carro en el que iba para el Concejo de Bogotá, donde ocupaba una curul. Atentaron contra ella por ser esas dos cosas. No la mataron, pero la obligaron a exiliarse 17 años en Suiza, hasta que en noviembre pasado volvió y aceptó ser la candidata presidencial de la UP.
Las víctimas de este partido rondan las cinco mil, entre asesinadas, desaparecidas y torturadas, producto de una alianza comprobada entre fuerzas del Estado y paramilitares. Por eso es difícil encontrar a algún sobreviviente que crea en una institucionalidad que se coaligó con el crimen organizado para exterminar un partido político. Y, sin embargo, Aída Avella y ese partido (apenas renaciendo después de que el año pasado le retornaron la personería jurídica) están haciendo el intento: armaron listas a la Cámara para elecciones legislativas; aceptaron los resultados, más allá de algunas quejas; se aliaron con el Polo Democrático, aceptando también que hay una izquierda diferente de otro talante con la que pueden llegar a acuerdos puntuales; y se preparan para las elecciones locales del 2015.
Pero justo cuando esto ocurre, caen como yunques los desplantes de quienes, a diferencia de ella y los suyos, han mantenido un vínculo orgánico con dichas instituciones. Si no, ¿quiénes son Germán Vargas Lleras, Camilo Gómez, Carlos Holmes Trujillo e Isabel Segovia, los demás candidatos vicepresidenciales?
La soledad de Aída Avella el jueves pasado es tan elocuente por eso. Ella habló, pero lo que dijo es lo de menos. (De hecho, a veces es difícil estar de acuerdo con algunas intervenciones suyas, en muchas ocasiones diferentes a las de Clara López, su fórmula presidencial). El mensaje de los otros cuatro, así no hubieran acordado dejarla plantada, fue de un desprecio desde eso que en la izquierda llaman establecimiento hacia aquellas expresiones de civilidad que deberían ser valoradas de una manera especial.
Aparte: Antes del jueves en la noche pensaba escribir sobre un tema distinto: la forma como Óscar Iván Zuluaga y el uribismo representan el ataque frontal, y brutal, a las instituciones democráticas, mientras que Santos representa una erosión paulatina, pero grave, de las mismas, más allá del reconocimiento por haberse sentado a negociar con las Farc. Quizá todo, incluyendo lo de Aída, termine siendo parte del mismo relato.
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